Siempre perseguí la felicidad sin mirar a los lados. Fija e inmutable en mi grupo verdoso, estrecho, amarrada por un único lazo. Semejantes. Gozosa cuando me aferraba al robusto tronco… ¡Oh fuerza!
Pero escrito en celeste tinta, entre las nubes inquietas está: ¡El tiempo es mudable!
Y así, siento el girar del mundo, el revés de lo “estable”. Y llega otra estación, sorpresiva e inesperada; aquí, allí, a mí llega irremediablemente. Y debo caer...
Debo caer y someterme a la voluntad del viento, viejo conocido que, otrora, me susurraba encantos en las colinas. Y ahora… ¡Ay si pudiera detenerlo!... ¡oh fuerza! Nada hay para aferrarse.
Si pudiera escuchar sus frases, comprender ¿Adonde voy? ¿a que lugar me llevan? Y el concreto frío me da miedo, mucho miedo.
¿Cuándo reposare? ¿Cuando me dejaran de perseguir el remolino y el viento?
Cadenas invisibles me llevan golpeándome a cada instante. Pero, en uno de los tantos giros quedo ventanas al cielo, donde el sol hace brillar a lo lejos las palabras que él forjo, para que nosotros, todos, las probáramos: ¡El tiempo ha de cambiar!
Contemplo y escucho.
Y los multicolores de las alas, emergen como antaño y danzan al son de la brisa. El mundo a mí alrededor se transmuta. Yo cambio, me fusiono a la tierra y asciendo al minuto menos esperado, el que no quería existir. Y, sin lógica, con gestos irracionales algo me dice que pronto volveré a nacer. La primavera llegó. El tiempo cambio de rostro.
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