Lo peor, es no tener rostro, la ausencia de la mirada de los demás, el convertirse en invisible para ellos.
Antes preferiría ser feo, horrible, repulsivo.
Preferiría que la gente girara su cabeza de asco y que sus miradas, lamentablemente capturadas por mis rasgos, huyesen horrorizadas, incómodas o hasta conmiserativas.
Preferiría tener que disimular la mía bajo una bolsa de lona, perforada de una ventanita para los ojos, y repetirme en la intimidad de mi modesto gabinete que mi rostro es el mayor horror jamás creado.
Así fue como empecé a inmiscuirme en las cabinas de Photomaton.
Cuando la gente se acomoda en el taburete rojo, tras girarlo como una hélice para conseguir la altura correcta, cuando introducen sus monedas en la ranura del monedero, me deslizo rápidamente entre el espejo y ellos, para dejarnos sorprender por el flash.
Como tengo el oído aun sensible, reconozco la parada del motor de la secadora y consigo siempre ser el primero en contemplar los cuatro retratos en la estrecha cinta de papel fotográfico.
No puedo cogerla, desde luego, pero puedo soñar durante un ratito que esta cara, a veces barbuda, a veces arrugada, infantil o femenina; que estos ojos a veces chisposos, o tristes, burlones, sorprendidos, o bien velados de una indecible preocupación, puedo imaginarme que son los míos.
Que vuelvo a tener una cara y dos ojos, de los que dicen que son el espejo del alma, este alma que perdí por haber mal vivido, por haberme condenado a errar durante la eternidad en esta zona entre dos mundos, a saber y a no poder, a ser lo que ellos llaman: un fantasma.
Pikkabbu
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