Era un atardecer rojizo. Estaba yo en la playa paseando con mi gato. Se llama Fernando y es muy presumido, blanco como un pedacito de nube y los ojos amarillos color miel. Yo siento que el me escucha cuando los demás no lo hacen, cuando le llamo viene, duerme conmigo,... Es tan suave que a veces lo confundo con mi almohada. Se hizo de noche y miré las estrellas junto a él, y me di cuenta de que no sólo era mi mascota, era mi amigo. Y yo sabía que siempre iba a estar ahí, que no se iba a marchar cuando lo necesitara, que él siempre iba a guardar mis secretos y no se lo contaría a nadie, podía estar tranquila. Volvimos a casa y ya era tarde, mi padre ya me había preparado el saco de dormir para dormir en el patio, en la tienda de campaña.
Tuve una pesadilla y era horrible. Soñé que le perdía para siempre y no le volvería a ver. Y desperté, estaba bañada en sudor. Él dormía en su cesto, enroscado como una serpiente agarrada, haciendo presión contra un árbol. Se despertó, me miro con carita gatuna y vino junto a mi, se volvió a enroscar junto a mí y volví a dormir. A la mañana siguiente estuve pensando en ese maldito sueño que tanto me torturaba. Y sólo pensaba en ello, en que lo perdía. Y eso me hizo pensar. Y me di cuenta de que todos en este mundo tarde o temprano moriremos. Que tarde o temprano le perdería o él me perdería a mí.
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