Soplaba fresca la brisa, apenas era media mañana y afuera la ciudad no salía de la fatiga de una larga noche. Ernesto, despertó sobresaltado por el ruido del necio despertador que no sabía diferenciar un día de otro; un olor prestado estaba pegado a su piel, un olor a tierra húmeda que parecía exhalar por cada uno de sus fatigados poros, una extraña sensación de vació se apoderó de todo su cuerpo, la misma que sientes cuando amaneces en otra ciudad; se creyó un extraño en su propia cama, no pudo reconocer el techo, las sábanas ni los muebles que lo rodeaban, definitivamente todo eso de alguna manera había cambiado.
Tendido sobre la cama y después de pensarlo un momento, Ernesto, aclaró su garganta y pronuncio su nombre, primero como un susurro y luego con una ronca y profunda voz que logró erizar su piel; sí, estaba despierto era él pudo reconocer su voz. Aún así no dejaba de sentirse incomodo.
-¿ Qué? ¿ Me llamas?. Escuchó una voz de mujer desde la otra habitación.
Se asustó, de un golpe se sentó en la cama. ¿ Quién era esa mujer? ¿Dónde había dormido él?. No recordaba haber tomado, solo lo había hecho en contadas ocasiones, sin embargo la noche anterior era un recuerdo muy lejano en su memoria.
-Dime Ernesto no puedo ir, estoy ocupada.
Él se desesperó, ¿qué hacer?. Tomó aire y respondió nerviosamente:
-No, …, nada…, todo está bien.
Con un certero movimiento quitó la sábana que cubría la parte inferior de su cuerpo. Se sorprendió desnudo, unos pálidos y fríos pies temblaban al final de sus delgadas piernas. Giró hasta el borde de la cama y de un impulso se puso de pie, pero igual de rápido se dejo caer sobre ella, derribado por un inesperado mareo que salto desde algún lugar del cuarto y atropelló su estómago sin ninguna compasión.
Acostado, con las piernas colgando a un lado de la cama esperó hasta que el techo dejara de moverse e intentó recordar; en su mente sólo tenía la imagen difusa de un sueño que lo hizo despertar varias veces en la noche y cada vez más cansado, pero al dormirse el sueño volvía y continuaba exactamente donde había quedado al despertar. En aquel sueño pasaban una tras otra un sinfín de imágenes y detrás de cada una se cerraba una puerta, en ellas vio muchas personas pero no logro reconocer ningún rostro.
Sintió que algo se movió en su estómago, le molestaba la espalda y la presión en su vejiga lo hizo levantarse de nuevo, esta vez con lentitud.
Fatigado abrió la puerta del baño que se enmarcaba a pocos pasos al final de su cama. En la penumbra se colocó frente al inodoro, una lágrima fría salió de sus apretados ojos que intentaban amortiguar el impetuoso torrente que emanaba del bajo vientre. Su mano izquierda buscó torpemente sobre la pared el interruptor de la luz y al topar con él, un blanco destello invadió la pequeña sala de baño. Aún con los ojos cerrados, Ernesto fue levantando lentamente su cabeza hasta que sintió que ésta presionaba su nuca, su mano izquierda ahora sobre su barbilla buscaba los restos de la lágrima que había superado su corta barba. Le fue difícil abrir los ojos, lo hizo suavemente con el rostro relajado y al compás de las últimas gotas del turbio líquido que se desprendía de su dormitado pene y que se precipitaban sobre el inodoro.
Frente a él un viejo y manchado espejo le deparaba una sorpresa; no reconoció su rostro, una barba blanca intentaba ocultar los pliegues de su piel que se hacían evidentes alrededor del mentón y a los lados de su boca, los párpados cansados caían sobre sus pardos ojos, que ya habían perdido el brillo de otros tiempos.
Solo en ese instante se percato de su cansancio, de lo diferente de sus manos, su corazón latió aceleradamente dentro del caído pecho que como la sabana incinerada se pintaba de pequeños bellos que no parecían blancos, grises, ni negros. Retrocedió dos pasos intentando alejarse de lo que veía, poso sus manos, ahora más pesadas que antes, sobre su cabeza y la encontró desnuda con una grisácea cortina de cabellos que se extendía de una oreja a la otra.
Lentamente salió del baño, se sentó a los pies de la cama y cerro los ojos. Ya el sol entraba impetuosamente por la ventana arrojando a un lado de Ernesto la flaca sombra del tiempo.
El ruido de las bisagras siguió al de la perilla de la puerta que se abrió pausadamente. Sintió una suave caricia sobre su cuello, abrió los ojos y se consiguió con unos pies ya marchitos y cansados, fue levantando la vista con el tiempo suficiente para contar las pequeñas líneas verdes y azules que se dibujaban sobre las aun hermosas piernas de Andrea; tras la suave dormilona de algodón percibía las firmes caderas que le habían prometido sus años de baletista, la misma suerte no corrieron sus dormidos senos que reposaban sobre su pecho. Un blanco y alargado cuello que comenzaba al final de una erguida espalda sostenía su pequeña cabeza ya arropada por las grises nubes del tiempo; ni siquiera este detalle la envejecía, gracias a que un ondulado corte al ras de sus orejas le devolvían la frescura que en antaño la hicieron tan bella.
Ernesto la reconoció, si era ella, su querida Andrea. Cinco meses de novios fueron suficiente para asegurarle que no podría llegar a ser feliz con nadie más; un rápido matrimonio, que dio mucho de que hablar, sello aquella unión que no creyeron eterna, tal vez porque nunca pensaron que la podrían lograr.
Apoyado en su esposa Ernesto se puso de pie, Andrea comenzó a vestirlo lentamente sin pronunciar palabra, a diferencia de lo que era costumbre, ese día no le hablo de las noticias de la radio, de que había llamado, como siempre, su nieto de 5 años para darle los buenos días; quizás porque había notado que su mirada era diferente, veía con tristeza, ahora miraba hacia atrás.
Solo después de terminar de colocarle el cinturón le hizo la única pregunta que siquiera obligaba una respuesta.
- ¿ Qué quieres desayunar hoy?
-Lo que tu quieras esta bien…- respondió Ernesto. -… jugo de naranja y unas tostadas… ¡que el pan no este muy tostado!.- le recordó como todos los días.
Estaban muy cerca las diez de la mañana cuando Andrea termino de arreglarse para hacer su acostumbrada caminata en el parque cercano a su casa, apago la luz del baño y de inmediato la volvió a encender, algo sobre el espejo llamo su atención, acercó más su rostro y pudo ver dos pequeñas líneas que se marcaban sobre la piel a los lados de su boca, sonrió ampliamente y observó nuevamente, ya no estaban, las había vencido una vez más.
Antes de salir le obsequió una tierna mirada a su esposo que dormitaba en su sillón rodeado de sus libros, frente a la vieja maquina de escribir, con las fotos de sus hijos de fondo, con Cristóbal, el gato de Andrea, sobre las piernas y el periódico reposando sobre su pecho que apretaba ya casi sin fuerzas el amargo aliento de la vejes.
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