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La Jauría
por Gustavo A. Schek

Por fin, de una vez por todas, iba a dejar de escapar. Por fin iba a entregarse.
El Capitán se irguió en todo su metro noventa, la barba rubia enfrentando la brisa que empezaba a acariciar las islas. Amanecía hacia el Este, hacia el Uruguay, donde los Bajos del Temor se funden con el Río de La Plata. La Sudestada era sólo un recuerdo, luego de cinco largos días de furia atronadora, y olas que en algún momento le evocaron las tormentas de la costa de Calais. Era la más violenta que recordara, desde que había llegado a esa planicie de agua en el otoño de 1946, apenas dos años antes.
El único rastro de la tormenta era el lodazal que recién afloraba, al retroceder la inundación. Y los mosquitos, nubes de mosquitos a deshora. Miró hacia la casa, sobre los pilotes. Volker y Gretchen, los dos mastines, miraban hacia el piso de arriba, gimiendo en sordina. Olían la muerte y no estaban acostumbrados, a pesar de su aspecto feroz. En la ventana de la cocina, blindada en un silencio que sólo saben portar los Guaraníes, Delfina se concentraba con sorda obstinación en fregar las fuentes de la cena.
Ahora sí que la hice buena, pensó el Capitán. Y se sorprendió pensando en castellano, ese idioma raro, de sílabas secas, aprendido durante su huida a este remoto lugar del planeta, donde los lugareños lo habían apodado El Capitán por no poder pronunciar su nombre. Donde nadie podría seguirlo. O casi nadie, hasta que apareció Pavel.
Ahora había que ver qué iban a inventar los ridículos militares del Régimen para seguir protegiéndolo. Con fanatismo de opereta le habían dedicado saludos de brazo en alto, y herrhaupts chapurreados con saliva en las comisuras, le habían conseguido documentos falsos, y ese rancho. Habían influído sobre la Policía de Islas para que no se metieran con él. Iba a ser gracioso ver qué hacían ahora.
De todas maneras, nunca había escapado en realidad. Lo habían alcanzado hacía mucho, casi desde el fin de la guerra, los espectros que poblaban sus sueños.
Cada noche hordas de calaveras harapientas extendían sus manos. Lo arrinconaban. Los jirones se adivinaban restos de uniformes a rayas y estrellas amarillas. Despertaba agitado, para encontrarse con el abrazo de Delfina, y su eterno silencio. Quizá ahora estarían conformes y lo dejarían en paz.
Desde la ventana, Delfina miró a su hombre. El Capitán la había comprado a sus padres a poco de llegar. El viejo cacique había aceptado que el extraño gigante rubio, el añá recién llegado de hablar gutural, la trocara por una mochila llena de objetos metálicos con inscripciones raras, y un puñal con una calavera grabada, que en las manos de su padre destazaba nutrias con facilidad de asesino. A cambio, junto con su hija, el cacique le dio un enorme machete herrumbrado, de mango de viraró, con el que Delfina desmalezaba con golpes certeros las avanzadas de la jungla que rodeaba la casa.
Ella estaba mejor así. No pensaba volver a ser nadie, a malvivir en su choza, a ser maltratada de nuevo por su padre. Sabía que al Capitán lo buscaban, no entendía por qué, pero hubiera estado dispuesta a matar con tal de estar con él, especialmente ahora, en que sus presagios eran cada vez más negros, desde que ambos habían visto el bote en la distancia, apenas 5 días atrás.
Primero había sido como un mosquito levantando sus alas, sobre una superficie inmensa de cristal azulado, entre las islas chatas como sarpullidos del río. Luego había irrumpido el viento, y durante horas lo vieron de a ratos, casi zozobrando entre el oleaje caótico, apenas una mancha del lado de Punta Morán.
Llegó a la casa con la última luz. Se presentó como Pavel, y pidió que lo dejaran alojarse en la casa hasta el fin de la tormenta. Era distinto a los evadidos del Régimen, que el Capitán veía pasar remando cada tanto, buscando furtivos las seguras playas de la costa Oriental.
El bote en cambio, era común, de madera con estructura a tingladillo y asiento fijo, de los usados por los clubes del Tigre. Estaba inundado hasta la mitad, y así estaría hasta el fin de la tormenta, cuando su nuevo remero emprendiera el camino inverso.
Pavel era enjuto, cetrino, con una mata fija de oscuro cabello enrulado, en la que el Capitán creyó adivinar oscuras raices semíticas, o por lo menos eslavas. Su único equipaje era una gigantesca valija plateada, que arrastró con dificultad escaleras arriba.
Era la primera vez que alguien pedía alojarse, con la creíble excusa de esperar a que el oleaje amainara. Y la primera vez que veía una valija de esas en los Bajos del Temor.
En Europa no. Las había visto en varias ocasiones, plateadas y voluminosas, o grises y algo más pequeñas, aunque igual de pesadas.
La mejor había sido la del inglés capturado en Dunkerke. Excelente transmisor espía el Westinghouse de 10 Watt, aunque no se podía comparar con el Siemens.
Pavel hablaba poco, sonreía siempre, la valija estaba siempre cerrada. Comía casi en silencio.
Le dieron el cuarto superior, que estaba vacío. A todo esto la sudestada había crecido hasta doblegar árboles y hacer volar ramas y chapas. Imposible salir. Dentro de la casa, el ruido del viento obligaba a hablar a los gritos. Por eso no había entendido lo que oía por las noches, al despertar de sus pesadillas. Del cuarto del parco Pavel llegaban no una, sino dos voces. La interlocutora del huésped era una voz metálica, más aguda, como de parlante de radio. Era imposible entender lo que decían y lo había sido todas esas noches, hasta que en la última el viento empezó a ceder. Y entonces, en plena medianoche oyeron repentinas, terribles, las palabras localizo,localiza ó localisse, no se entendía con claridad, pero era suficiente. Delfina se levantó de la cama, en silencio, salió de la habitación al fresco y a la costa y a los grillos. Era el fin. El cansancio, ó quizás una especie de alivio, le cerró los ojos.
Esa madrugada no soñó. Cuando despertó, seguía solo en la cama. Había salido a esperar el amanecer, quizá fuera el último en libertad. Ahora la claridad era mayor, y las islas se inundaban de una bruma pegajosa. Oyó ruidos de desayuno en la cocina, Delfina preparaba el mate como si nada pasara.
Volvió a mirar hacia el piso superior. Era la hora. Ella apenas movió la cabeza cuando el Capitán pasó escaleras arriba, hacia el cuarto de Pavel.
La sangre había formado charcos y lagunas, un pequeño delta que trazaba sus mapas entre los desniveles del piso. Pavel yacía casi decapitado sobre la cama, en una posición grotesca. El Capitán levantó el machete ensangrentado del piso, y frotó el mango con su mano, hasta que desapareció la última huella de los dedos de Delfina, y solo quedaron las suyas. Con un certero golpe hizo saltar el mecanismo, y abrió la valija: Como una parodia del cadáver, ocupando el espacio donde alguna vez hubo un transmisor, un muñeco de ventrílocuo, de mueca burlona le devolvía una mirada fija. Descansaba sobre un cartel mal pintado a mano que decía PAVEL Y LOCOLISO ULTIMAS FUNCIONES, y seguiría en su retina horas después, mientras remaba hacia el Destacamento sobre la inmensa llanura de agua que reflejaba el cielo.

Texto agregado el 19-03-2005, y leído por 228 visitantes. (1 voto)


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