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La tarde caía poco a poco, lenta y pesada, como si no se decidiera del todo a continuar avanzando, en un primero de Enero que parecía como cualquier otro. Un tenue olor a alcohol se podía sentir en el ambiente; quizá ni siquiera fuera real, de hecho difícilmente lo sería, pero la sensación de enfermedad posterior a los festejos del Año Nuevo parecía traspasarse hacia el mundo exterior, como si el país, el continente, o el mundo entero, sufriera una resaca uniforme y debilitadora. Todo un conjunto de sensaciones físicas y metafísicas invitaban a pasar este día por alto, dormir siesta hasta el hartazgo –aún luchando contra el calor húmedo que mojaba y ahogaba a todo ser viviente-, comer algo improvisado, buenas noches, que duermas bien y hasta mañana. El primero de Enero, obviando la esperada madrugada donde se da rienda suelta a toda clase de excesos dionisíacos, siempre suele ser un día perdido, un día dedicado a recargar las energías perdidas en el carrete y que ni la mejor bebida energizante de moda que venden a un ojo de la cara en las discotecas ni una tonelada de café son capaces de otorgar, un día de reconstruir el ego, de recomponer aquella armadura sicológica que nos protege del mundo pero que nos cubre por completo, en fin, alrededor de 16 horas –suponiendo las 8 de la mañana como hora de término promedio de las fiestas- de vuelta a la normalidad para comenzar el año con el mismo orden y monotonía del anterior, por mucho que a la hora de los abrazos se piense en cambiar las cosas en adelante finalmente prima el miedo a lo nuevo y nos aferramos a la estabilidad y normalidad de siempre.

Un rostro demacrado se reflejaba en una botella de pisco abierta, probablemente uno de los pocos receptáculos de alcohol que se hallaban abiertos en ese momento en muchos kilómetros a la redonda. Era el rostro moreno y lleno de surcos de Patricio, que de alguna forma fuera de lo racional se escapaba a la resaca colectiva y, aprovechando que sus hijos se encontraban con su madre, se aprestaba a acabar con la mitad del licor que aún yacía en la botella escondida en un basurero, importándole poco y nada la estricta restricción de los médicos tras la hepatitis alcohólica por la que estuvo hospitalizado hasta hace un par de semanas. Aquel rostro, desgastado y envejecido, era dominado sin embargo por unos brillantes ojos azules, los que a menudo iban acompañados de pequeñas estelas escarlatas, como si simbolizaran algo hermoso y fastuoso que se derrumba poco a poco, algo así como un imperio que vivió su época dorada, pero que por sus errores ahora se lanza en caída libre hacia el colapso total.

La casa, que en otros tiempos tuviera el tamaño preciso, ahora parecía agigantarse a medida que la soledad lo iba dominando. Todo parecía alejarse, todo parecía escaparse cada vez más y más de sus manos. La montaña de papeles de trabajo que acumulaba en la mesa sin mirarlos parecía ya estar fuera de su control; la pared otrora engalanada con un Dalí, un Velásquez y otros cuadros hermosos hoy se mostraba gris y vacía, sin que Patricio se propusiera seriamente llenar ese vacío con algo que lo hiciera recuperar la alegría de vivir.
Patricio seguía bebiendo acostado en su sillón con el televisor prendido y sintonizando algo que en ningún caso él estaba atendiendo. Su mirada ahora se concentraba en una vieja fotografía familiar de hace muchos años en algún verano en Cartagena perdido en el tiempo y en el espacio. Con Darío -su hijo mayor- como preadolescente y Miguel –el menor- como un pequeño niño, ambos sonrientes abrazados a sus padres jóvenes y aparentemente felices.

Isabel era la mujer de su vida. Lo fue durante largos años y lo sigue siendo, por mucho que la armadura sicológica de Patricio intente mostrar la fachada opuesta y autoengañarse pintándola como la arpía traidora que destruyó en forma egoísta lo que él construyó. Él sabe perfectamente por qué la perdió, y sin embargo apela nuevamente a su armadura para defenderse de la filosa espada de la realidad, y construir una versión propia de los hechos, por supuesto más autocomplaciente y que lo deja a él como el bueno. Si por un segundo una pequeña parte de su subconsciente la recuerda con cariño y asume cuanto la ha necesitado, rápidamente la parte consciente, debidamente adoctrinada, elimina aquella visión para convertirla nuevamente en la mujer que le sacó todo lo que pudo hasta dejarlo abandonado.

Lo cierto es que él se siente solo. Al menos eso es lo que dice, esa es la justificación que da a su adicción compulsiva al licor. Ni siquiera recuerda aquellos tiempos –para él “los tiempos felices”- en que se sentía dueño del mundo, en que hacía todo lo que se le venía en gana, en que sentía que todo giraba en función de él, que él era el único capaz de administrar adecuadamente una familia y un hogar y que si él desaparecía sería el derrumbe total. Ante cualquier crítica se viste con su armadura completa, se siente como la víctima que se defiende de los ataques, aun cuando las críticas provengan de sus propios hijos y familiares, y sean hechas con la mejor intención. Existe un abismo de diferencia entre querer a una persona y apoyar todas sus decisiones aún cuando sean descabelladas; entre apoyar con toda el alma a alguien y desearle siempre lo mejor, y hacer todo lo que se pueda para que aquello se haga realidad, a creer que siempre tiene la razón; de hecho muchas veces las críticas implican afecto, pues sirven para hacer ver a alguien que se equivoca, ¡y si uno trata de persuadir a alguien de cambiar una actitud pues debe ser que algo le importa la persona! Y es justamente ese abismo tan grande lo que Patricio jamás ha sido capaz de ver, y que ha sido la fuente de su perdición.

Pero poco le importaba a él todo esto. Poco le importaba haber perdido a su mujer e ir progresivamente perdiendo a sus hijos, poco a poco irse quedando sin nada tras tenerlo todo. Lo único que quería era seguir bebiendo más y más, aún haciéndolo a hurtadillas. Beber y escapar, esa es la consigna. Como un avestruz que esconde la cabeza en la tierra, él esconde su persona en la tierra del alcohol. En esto se encontraba, acostado en el sillón, cuando suena ruidoso el teléfono.
Eran alrededor de las cinco y Marta se batía en duelo contra la muerte, la misma batalla que librara cada día, hora, minuto y segundo durante el año recién despedido. Su cuerpo y su alma se resistían a la idea de dejar el mundo material, no así su mente: el mal de Alzheimer la había destruido por completo y a estas alturas ya no se daba cuenta de nada. En la clínica donde llevaba casi todo un año interna el doctor y las enfermeras la acompañaban y apoyaban físicamente en la contienda, pensando en ganarla nuevamente, como venía siendo la tendencia en los últimos meses. Hace casi seis meses que le daban a lo sumo dos semanas de vida, y ahí estaba, firme en su pelea por la vida. ¡Cómo no iban a ganar una vez más, y así seguir sintiendo la realización personal que dan los pequeños grandes triunfos como este!

Sin embargo, para nadie era un misterio que por muchas batallas que se lograra ganar, la guerra estaba condenada a ser perdida. En algún momento el cáncer debía ser más fuerte y terminaría por dar el golpe final. El doctor y las enfermeras, pese a la esperanza que siempre existe y que escapa a lo explicable por la ciencia, tenían plena conciencia de eso, y apenas notaron que esta parecía ser la batalla definitiva, llamaron presurosos a su hija María Isabel, quien fue la que permanentemente administró todo el asunto médico y económico de su madre Marta, y quien sabría tomar con mayor madurez la situación entre los tres hermanos. Esta contestó de inmediato, y acudió inmediatamente a la clínica para ancianos ubicada no muy lejos de su casa, para acompañarla en su última contienda, para despedirla en sus brazos.

Una placa grande donde se leía “Centro Alzheimer” la recibió al llegar. Tocó presurosa el timbre e ingresó al lugar, tras lo cual corrió hacia el cuarto de su madre, ignorando por completo a los demás ancianos a quienes solía saludar afectuosamente y aquel extraño olor a una especie de ajo al cual ya estaba acostumbrada tras todo un año visitándola diariamente.

No tardó más de media hora desde entonces en ocurrir. Cada vez el pulso le iba bajando más hasta ser casi imperceptible y finalmente su corazón dejase de latir, su respiración se iba entrecortando a medida que corrían los minutos hasta que finalmente aspiró una larga bocanada de su tanque de oxígeno, la botó, y no volvió a aspirar. Era primero de Enero, y su muerte marcaba el fin de la larga agonía que se vivió el año anterior. El llanto desconsolado pero liberador de María Isabel duró unos cuantos minutos, no demasiados, pues pronto asumió su rol de líder matriarcal y decidió tomar su teléfono celular y llamar a sus dos hermanos.

La conversación con Héctor fue relativamente larga para ser hecha desde un celular, aunque más breve de lo esperable. Él era el más apegado a su madre, y rápidamente brotaron lágrimas y efusivos sollozos. María Isabel le dijo que fuera rumbo a la casa de ella, donde se juntarían y le rezarían unos minutos. Héctor, profundamente triste, aceptó. Así como María Isabel administró el tema médico, al parecer Héctor hizo la tarea espiritual: toda la agonía de su madre Marta lo volcó a un profundo cristianismo. No es la idea en este momento debatir si la doctrina cristiana es correcta o no, pero es innegable que el creer en ella es un camino fácil para darle un sentido a la vida y, por lo tanto, un sentido a la muerte, que no siempre es fácil de encontrar, cual San Manuel Bueno Mártir de Unamuno que defendió la religión por el sentido que otorgaba a la existencia, aún no creyendo en ella.
Patricio en su somnolencia alcohólica ni escuchó el teléfono que sonaba ruidoso. María Isabel debió llamar de nuevo para que recién se percatara de que estaba siendo llamado, penosamente se pudiera levantar del sillón y levantara el auricular. Fue un diálogo brevísimo, pues Patricio en su sopor solo atinaba a responder monosílabos cortantes y secos, hasta finalmente cortar. Bastó que hiciera esto último para que, aún en su intemperancia, dimensionara lo ocurrido.

Su madre había muerto. Después de luchar tanto por vivir, y dejando tras de si un enorme legado de valores, enseñanzas, buenos recuerdos y anécdotas entretenidas. Se lamentaba una y otra vez por ella, pensando en todo lo que sufrió, en tantas humillaciones y rabias.

Pero de pronto la culpa comenzó a invadirlo: si la vida se supone que es mejor que la muerte, debería él estar mejor que su madre. Y no estaba tan seguro de que fuera así, al fin y al cabo ella prácticamente ni siquiera se dio cuenta de su situación, ni tampoco de la de los demás, con lo que prácticamente no sufrió. En cambio él, vivo y todo, se encuentra totalmente destruido y con cada vez menos posibilidades de salvación.
Pensando de esa forma, ¿es la vida mejor que la muerte? De ser afirmativa la respuesta, ¿su madre realmente había muerto? Al fin y al cabo, morir es dejar de vivir, y el vivir es algo que va mucho más allá de la carne. Vivir implica hacer cosas, luchar, derrotar a la adversidad, tener problemas y solucionarlos.

Eso lo llevó a otro cuestionamiento. ¿Realmente él estaba vivo? ¿La soberbia, la inseguridad, el celo excesivo, todo aquello mezclado con el maldito alcohol, no le habían quitado ya la vida? Había perdido prácticamente todo lo que tenía, salud, prestigio profesional, dinero, dignidad, etc., y lo poco que le quedaba, sus hijos y otras personas más, al paso que iba también los perdería. ¿Así como su madre Marta vive aún después de muerta, él moriría aún estando vivo? ¿O torcería su rumbo, motivado por las ganas de salir adelante, luchando por vivir tal como lo hizo su madre? Sin duda que el camino que debía adoptar debía ser el segundo, y así lo pensó, elaboró todo un discurso mental que conducía a aquello.

Salió de su pieza, donde había estaba sentado en la cama tras la conversación telefónica, totalmente resuelto en dirección al living. Sería un hombre nuevo, recuperaría lo que tenía, sería feliz nuevamente, no significaría una carga sino una persona con dignidad plena. A paso decidido llega al living y contempla el último resto que le quedaba a la botella.

Toda su disposición reciente se fue al tacho de la basura, y se vio sumido en las mismas tribulaciones de hace un rato, aquel conflicto entre el ángel y el diablo, el ying y el yang, la vida y la muerte, el bien y el mal. Finalmente, se puso la armadura y afirmó en forma tajante “un traguito más, un traguito menos, no le hace mal a nadie, para ahogar la pena por mi santa madre”. Y se bebió de un trago el alcohol que quedaba en la botella, olvidando a los pocos minutos la determinación que mostrara tras la conversación telefónica.

Texto agregado el 19-03-2005, y leído por 96 visitantes. (0 votos)


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