Al fin de cuentas, la vida ya no tenía ningún sentido para él. Sus días eran aciagos, neblinosos, pese al sol candente que hacía hervir los adoquines y descomponía a los transeúntes. Pensó que ya no valía la pena dilatar más este asunto y decidió subir a la torre más alta para acabar con este demoledor suplicio. Trató de abordar algún ascensor pero todos estaban descompuestos aquel día. Por lo tanto, ascendió por las escaleras en el bien entendido que ese sería, en todo caso, el último esfuerzo que haría. Ya en plena cima, a cien metros del suelo, abrevió los prolegómenos, se quitó su saco para que no se le abriese en el mortal vuelo, dándole el ridículo aspecto de un pájaro imberbe y sin invocar a ninguna deidad, se arrojó de cabeza al vacío. Su cuerpo se precipitó como una bala hacia ese pavimento moteado que aún se divisaba demasiado lejos. Al pasar por el piso 85 creyó ver a su mujer con el repulsivo Olsen, ambos en una posición demasiado comprometedora, según su gusto de avechucho dislocado. Diez pisos más abajo, Tony, su compañero de labores conversaba animadamente con su jefe. Fue un chispazo que le hizo ver clara la traición que siempre había sospechado. El suelo acudía a su encuentro o era el quien viajaba raudamente para estamparse en la acera, eso era un detalle nada de importante en este momento, menos aún cuando en el ventanal del piso 48 vio dibujada la silueta de su desencajada hija mientras se inyectaba algo en sus venas. Allí confirmó el hombre que la muchacha era una drogadicta sin remedio y las lágrimas acudieron a sus ojos al constatar como ese ser que llevaba su sangre, se sumergía en un pozo sin fondo. Veinte pisos más abajo, Frizt, contaba grandes cantidades de dinero y el suicida supo que el fantoche aquel era quien se lo había escamoteado, culpándolo más tarde a él.
Cuando el impacto mortal ya era un hecho y el hombre caía como un proyectil desalado próximo a desintegrarse en el pavimento, sintió que una mano poderosa lo impulsaba de nuevo a las alturas. Espantado, creyendo ser sometido a la voluntad de una divinidad que había supervisado su portentosa caída, mientras subía confirmó una vez más la infamia de Fritz, la perdición de su hija, el desenfado del traidor y el engaño compartido de su esposa y su “amigo” Olsen. Al llegar a la cima, volvió a descender tal si fuese un yo-yo humano y una vez más tuvo que tragarse una por una, las miserias de quienes le rodeaban. Cuando finalmente quedó colgando inmóvil en el piso 48, frente al departamento en que su hija yacía tendida, se dio impulso con los pies y aferrándose al marco del ventanal, pudo ingresar al living, levantó suavemente el torso de su regalona y colocó un almohadón debajo de su cabeza. Ella abrió sus ojos y le sonrió tristemente. El acarició sus cabellos, besó su frente y se juramentó no volver a atentar nunca más contra su vida. Tenía una gran misión por delante, rescatar a su hija de las garras de las drogas, enfrentar a quienes habían puesto en duda su reputación y divorciarse de una vez por todas de esa mala mujer que se había reído reiterádamente a sus espaldas. Lo paradójico de todo fue que el propio Olsen le brindó esta nueva oportunidad al regalarle en la navidad pasada ese fantástico par de suspensores que le habían salvado su vida…
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