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Era el último paso para el gran triunfo. Millones de radios a lo largo y ancho de todo el planeta concentraban sus diales en torno a lo que sería este magno evento, otros millones de televisores juntaban sus haces luminosos en torno a este, reflejándose así como el mundo entero estaba pendiente de lo que pasaría en aquel coliseo absolutamente repleto, con largas filas en sus afueras de gente dispuesta incluso a pagar cinco veces el valor de la entrada con tal de ingresar al estadio, que se agolpaba vanamente en las afueras, pues ya no cabía un alfiler más.

El dictador sonreía mientras se ubicaba junto a sus guardaespaldas en su sector preferencial de la tribuna, aquella silla con la mejor visión de todo el estadio, reservada única y exclusivamente para él. Su plan estaba saliendo perfecto, por aquellos días Argentina era sinónimo de buen fútbol, el mejor del orbe, desplegado tanto por la selección anfitriona como por las otras 15 –nótese que fueron las 16 que correspondían, pese a que se intentó boicotear su Copa del Mundo, justamente por la cruenta dictadura– que disputaron con ahínco el preciado trofeo dorado.

Y aquel día se daría el paso final para el éxito definitivo de su maquinación, las dos mejores selecciones se confrontaban en la gran final. Una de ellas era justamente Argentina –de ahí la festividad del ambiente-, un espectacular equipo al que sin embargo le costó avanzar a las finales, de hecho no lo hubiera logrado de no vencer por 6 goles a un Perú que a punta de goles y un hermoso juego se perfilaba como candidato al título tanto o más que los albicelestes, triunfo que despertó ciertas dudas en la prensa extranjera sobre la probidad de los jugadores, dudas que los jugadores locales pretendían disipar en la gran final practicando el buen juego que los caracterizara durante todo el torneo y llevándose así la copa. Pero no se la tendrían fácil, al frente estaba Holanda, la mítica “Naranja Mecánica”, la perfección hecha fútbol, probablemente uno de los mejores equipos de la historia, sino el mejor; aunque pese a lo difícil de la misión, la gente en Argentina confiaba absolutamente en sus 11 gladiadores, y repletó el estadio y todos los bares y fuentes de soda.

Sin embargo, Martín no se sentía partícipe de esta fiesta deportiva. Y es que tenía otra preocupación más importante: hace una semana su padre, periodista de cierto prestigio, escribió en un diario de menor rango una pequeña columna, casi invisible al lado de los goles del Matador Kempes o las atajadas de Fillol, donde planteaba, en forma sutil y casi subliminal, que la dictadura estaba utilizando el mundial para distraer al pueblo. Y ya hace tres días que el viejo no estaba, se lo habían llevado los militares en un viaje sin retorno a quien sabe donde, como a tantos otros seguramente. Pero difícilmente Martín y otros tipos como él podrían convencer a todo un pueblo absorbido por la maquinación futbolera de la dictadura.

Saltaron los equipos al terreno de juego y pronto comenzó el partido. Martín no lo estaba ni siquiera escuchando, estaba demasiado deprimido por su padre, pensando incluso en la idea del suicidio, mientras la gran mayoría de los argentinos se angustiaba ante el dominio holandés y el juego violento de su escuadra. El más preocupado de todos era el dictador, que veía con el ceño fruncido como su plan comenzaba a desmoronarse, y sentía aumentar sus pulsaciones ante el gol que se acababan de perder los europeos.

Martín seguía acostado en el viejo sillón del living de su casa, cuando de pronto siente un fuerte grito que abarca todo el sector cercano a su hogar, concentrado principalmente en el bar que se ubicaba a unas pocas cuadras. “Seguramente hubo gol argentino” pensó con desconsuelo. Y en efecto, tras una nueva carga holandesa vino un rápido contragolpe argentino que terminó en un espectacular gol del Matador Kempes, y casi toda Argentina celebraba, el estadio parecía reventar y el dictador dejaba de sudar helado para levantarse y aplaudir con gran alegría y alivio.

Esto desconcertó a Martín. Ahora si que el pueblo estaría totalmente manipulado, ahora si que nadie se acordaría de lo verdaderamente importante, ahora si que solo recordarían a los argentinos que conquistaron la Copa y no a sus compatriotas asesinados por pensar distinto. Sintió un impulso de rabia, ganas de salir a la calle y gritarle al país entero que despertara de una buena vez de aquella ficción. Pero por contraparte lo invadió el miedo, el miedo obvio del que ha perdido a su padre y se sabe también en peligro. En esa disyuntiva estuvo más de una hora, mientras el partido se tornaba cada vez más electrizante, ninguno de los dos equipos estaba dispuesto a perder y se jugaban su opción, con elaborados, ordenados y rápidos intentos ofensivos hacia ambos lados, y el dictador en la tribuna miraba con desesperación el reloj, lamentando que todo el poder que detentaba no le diera la capacidad para acelerar el tiempo.

Finalmente, Martín determinó que debía hacer el intento de despertar a la masa, o su país debería aguantar muchos años más de sangre y represión escondida bajo un manto de ego chovinista enfocado principalmente al deporte. Prefería morir a contemplar eso, así que finalmente se puso una desteñida chaqueta y unos gastados pantalones y salió rumbo al bar más cercano, desde donde ya había escuchado un grito de gol, por lo tanto sabía que allí debía actuar.

Pero no necesitó decir nada. No pasó ni un minuto desde que llegó al bar, entró desafiando la física –demás está decir que no cabía un alfiler en el lugar-, pidió una cerveza y se paró donde pudo para ver el televisor que colgaba de lo alto en un rincón, cuando una impresionante jugada colectiva de la Naranja Mecánica derivaría en un centro muy bien conectado por el corpulento delantero holandés Nanninga. A excepción de los tímidos gritos de no más de 50 tipos vestidos de naranjo en la tribuna, el silencio era total en el estadio y el dictador agachaba su cabeza y apretaba sus puños con pena y rabia. El silencio y la desazón lógicamente se habían hecho extensivos al bar, salvo por Martín, que debió apelar a toda su fuerza de voluntad –y también a su sentido común- para contener el grito de gol ahogado en su garganta.

A partir de este momento, los siguientes diez minutos transcurrieron en un sepulcral silencio. Holanda dominaba y parecía destinada a llevarse la Copa, y Argentina no se veía con muchas armas para contrarrestar este dominio.

Hasta que se acercaba el final, ya comenzaban los descuentos, y nuevamente Holanda toma el balón. Avanzan velozmente y le envían un pase profundo a Resenbrink, la gran estrella holandesa, que la toma en el área, Fillol sale desesperado a taparlo, Resenbrink tira, el balón sobrepasa a Fillol, va derecho al arco y nadie podría llegar a detenerlo…

Aquel segundo transcurrió como si fuera una eternidad, el nudo en la garganta de prácticamente todos los argentinos se multiplicaba en el dictador; ahora si que su plan se iba al tacho de la basura, ahora el pueblo saldría del trance y recordaría todo lo que el ambiente mundialista le había hecho olvidar por un rato; ahora las matanzas y las desapariciones volverían a ser el principal tema de conversación por sobre el talento de Bertoni o la fuerza de Passarella; ahora los gorritos, las banderas y las cornetas que el pueblo utilizaba para celebrar servirían para protestar; ahora la tregua se acabaría y la batalla volvería con más fuerza, pues la rabia que ya existía desde antes se mezclaría con la que generaría la derrota. Martín estaba pensando exactamente lo mismo, pero no precisamente con tristeza, al contrario, en aquel segundo comenzó a juntar fuerzas para contener el grito de gol que ya no creía ser capaz de retener, al fin y al cabo poco importaba, porque su objetivo estaría cumplido…

Pero no, nada de esto ocurrió. El balón increíblemente dio en el palo y fue expulsado en segunda instancia por la defensa, más de 30 millones de argentinos, entre ellos el dictador, por supuesto, desataron su nudo y soltaron una larga bocanada de aire en señal de alivio. Martín ya cada vez tenía menos control de si mismo, y se podía vislumbrar una clara expresión de lamento en su rostro, incluso un tipo le preguntó que le pasaba, pensando que a lo mejor se sentía ahogado en aquel lugar, pero Martín le respondió amargamente que no le sucedía nada mientras bebía un largo trago de su cerveza.

Lo que vino después pasó muy rápido para todos: el alargue, los goles de Kempes y Bertoni, el pitazo final, el grito de alegría que se escuchaba en todos lados, partiendo por supuesto desde el dictador, que veía como incluso mucha gente en la tribuna lo saludaba con señales de apoyo; la euforia daba para todo: Argentina era campeón mundial de fútbol. Seguiría la ceremonia de rigor, la vuelta olímpica, pero para Martín ya nada de eso era importante, solo importaba la angustia que lo tenía de cabeza gacha en medio de la apoteósica celebración en el bar.

Obviamente no tardaría en llamar la atención.

-“¿Y vos, boludo, por qué no cantás? ¿Sos holandés acaso?” se animaría a decirle un borracho.

Aquí se agotó la paciencia de Martín, ya nada le importaba, prefería morir a ver a su pueblo mecanizado e inconsciente. Se paró en una mesa, botando un par de botellas que allí había y comenzó a vociferar.

-“¿Hasta cuando carajo piensan dejarse llevar? ¿No se dan cuenta que la dictadura usa toda esta macana del mundial para tapar todo?” gritó

-“¡Callate concha de tu madre!” le respondieron desde la multitud.

-“¡Pero si estos milicos y la puta que los parió están matando como locos y ustedes ni mierda, hipnotizados con ese jueguito! ¡Ya los quiero ver cuando esos forros asesinen a sus padres y a sus mujeres!”

-“¿De qué mierda estás hablando pelotudo? ¡Dejate de romper los huevos!” fue la nueva respuesta.

Luego es poco lo que se puede contar. El mismo borracho que lo increpara lo botó de la mesa, oportunidad que el resto aprovechó para golpearlo hasta finalmente matarlo. Botaron el cadáver por ahí y siguieron festejando y pidiendo más alcohol en la barra, mientras los festejos se hacían extensivos a todo el país, incluso la Plaza de Mayo, otrora centro de manifestaciones populares contra el régimen, era ahora una marea albiceleste saltando y cantando inconscientemente, mientras el dictador emprendía el camino hacia su hogar por las calles de Buenos Aires mirando las multitudes de gente con la alegría de quien cumplió su plan a la perfección, alegría del que sabe que tendrá el poder por un largo tiempo más.

Texto agregado el 18-03-2005, y leído por 97 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
18-03-2005 Ah que tema. Las masas enfebrecidas degustando el pan y el circo ofrecido por esos excelsos caballeros, maquiavélicas mentes sobreviviendo gracias a la locura colectiva de un título mundial. Muy buen enfoque. ¿Tu crees que los jueces también eran parte de esta conjura? gui
 
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