Con enorme cariño, para Ana, la niña-flor más bella de toda España...
Nadie pudo imaginarlo. Nadie se enteró cuando el conejito, valeroso, decidió escapar a hurtadillas... Josecito, apurado, abrió muy despacio la puerta de su habitación y, mirando a través de una de las ventanas de la madriguera, comprendió que, por suerte, otra vez le tocaría disfrutar de otro día de calor. Luego, tomó una bolsa grande, casi tan grande como la luna llena, y guardó en ella algunas cosas: un sombrero blanco como él, con plumas de gallina colgando del ala, una bufanda, la guitarra que Damián, su tío marinero le había regalado, y una corbata verde que nunca usaba. “Tal vez la necesite cuando llegue a la ciudad”, pensó. Cerró la puerta y, tratando de que sus padres no lo oyeran, salió de la madriguera dando brincos muy suaves, para después tomar la bicicleta que siempre dejaba apoyada junto al tronco de una higuera.
Antes de comenzar a pedalear, metió una mano en su bolsillo y sonrió: le quedaba un chocolate del día anterior. Así que, quitándole el envoltorio, se colocó el dulce en la boca y comenzó a mover sus patitas sobre los pedales brillantes de la bicicleta. Hacía frío. “Nunca salgas sin cubrirte la garganta, sino, te vas a resfriar”, le había dicho una vez Mónica, la abuela coneja. Obediente a tal consejo, el pequeño tomó la bufanda que llevaba en su bolsa, y la dobló alrededor de su cuello.
Tenía que darse prisa. La ciudad coneja a la que se dirigía, estaba a medio día de viaje. Su papá podría enojarse si, una vez levantado, no daba con el pequeño para ir en busca de las zanahorias y lechugas del almuerzo. Josecito pedaleó y pedaleó. En el camino, se encontró con Claudio, un zorrino que, siempre a las carcajadas, solía acompañar al conejo cuando éste iba de pesca. “¿Adónde vas tan apurado?”, lo interrogó, mientras se metía un chicle de durazno en la boca. “Tengo que comprar unas cosas en la ciudad. Después te cuento...”, alcanzó a decir el conejo, antes de tomar una curva y perderse en el bosque de pinos altos, repletos de gorriones y pájaros carpinteros, que crecía en el lugar.
Luego de atravesar un río de aguas cristalinas, y tras pararse un momento a comer las frutillas que maduraban a la sombra de un frondoso roble, Josecito vio, a lo lejos, las primeras madrigueras de Ciudad Orejitas Largas. Haciendo un gran esfuerzo, aumentó la velocidad y, cuando quiso acordar, ya estaba en la avenida principal de aquella extraña comarca. Laboriosos, los conejos del lugar saltaban de un lugar a otro. “Permiso”, le dijo un conejo negro que, apurado, daba brincos y hablaba por un teléfono celular. Llevaba un maletín y un sombrero de copa. “Debe ser un señor muy importante”, pensó Josecito, y frenó su bicicleta para que el conejo pudiese pasar.
Enseguida, una coneja que cargaba con una cesta repleta de ciruelas, la señora Pompón de Nieve, se paró frente a él: “Eres un pequeñín ¿qué haces aquí, solo, en la ciudad?”, dijo, con voz amenazante. “No le puedo contar, señora, mis padres no saben que estoy acá”, contestó, tímido, el conejito blanco. “Entonces, tendremos que devolverte a tu casa”, murmuró la señora Pompón de Nieve y, dejando la cesta en el piso, movió su nariz para llamar la atención de un conejo policía que justo pasaba por ahí.
Atento, el policía, vestido con una gorra azul y una zanahoria que usaba como bastón, caminó hasta el lugar en el que se encontraba el pequeño. Pero Josecito, ágil, arrancó su bicicleta y escapó entre los conejos que, de un lado a otro, hablaban, se rascaban la espalda con sus patas, o jugaban al fútbol en las veredas.
Por fin, encontró el lugar que buscaba. Se detuvo frente a una tienda de grandes ventanales, apoyó la bicicleta en el suelo, y empujó la puerta. Ya en el interior del negocio, un penetrante olor a nueces le hizo agitar los bigotes. “Buenos días, joven”, lo saludó un conejo de anteojos. “¿En qué puedo ayudarlo?”, le preguntó. “Hola. Mire, vengo por la caja de trucos que usted tiene en vidriera”, contestó el pequeño. “¿La gran caja de Aníbal, el conejo Mago?”, volvió a preguntar el dueño de la tienda, mientras le guiñaba un ojo. “Sí, esa”, respondió Josecito.
La caja era completamente plateada y, según amigos de Josecito, de su interior podían sacarse palomas blancas, caramelos, flores violetas o ratoncitos que cantaban una canción. ¡Ah! Y también guardaba, en su interior, una varita mágica muy brillante. “Bueno, pero ¿tienes monedas de perejil para pagarme todo esto?”, dijo el señor de los anteojos. “Claro, aquí están”, y el conejito sacó, también de su bolsa, un enorme ramo de perejil bien verde. “Estuve ahorrando todo el año pasado”, agregó. “Me parece muy bien, y como eres el primer cliente del día, voy a hacerte una rebaja: te cobraré la mitad”, contestó el conejo y, rápido de patitas, tomó un papel color tan amarillo como el girasol, una cinta roja, y comenzó a envolver la caja para regalo.
Ya en la calle, Josecito se preocupó: casi era mediodía. Para esa hora, su papá ya andaría buscándolo. Preguntó la hora: “Son las 11 de la mañana, pequeño”, le contestó un conejo de barba blanca y espesa, que saltaba por las veredas con la ayuda de un bastón. Rápidamente, el conejito tomó su bicicleta, y enfiló rumbo a su casa. Al pasar de nuevo junto al conejo policía, esté le gritó, moviendo la cola: “Despacio, niño, que si te caes, te pelarás las rodillas”. Pero Josecito no pudo escucharlo.
Por fin, en pleno mediodía, el conejo llegó hasta la puerta de su madriguera. Estaba todo transpirado por el esfuerzo. Si su mamá llegaba a verlo así, iba a retarlo por ensuciarse la remera blanca que la abuela Mónica le había regalado. De modo que, sin demorarse demasiado, se quitó los pantalones, la casaca, y se dio un ligero baño en la madriguera de Luis, un amigo que vivía en una cueva vecina. Perfumado y seco, Josecito se presentó ante su padre, que ya había vuelto del campo con espinacas, tomates y batatas para preparar el almuerzo.
“¿Qué tienes ahí, José?”, le preguntó su padre, un conejo alto y lleno de pecas, al verlo apoyar, sobre la mesa del comedor, un enorme paquete. Tímido, el conejito se arriesgó a decirle la verdad: “Una caja de magia, Papá”. Serio, su padre se quedó en silencio. Luego, moviendo los bigotes, le dijo: “Yo también quise ser mago una vez. Pero, por favor, cuando decidas salir de casa, no olvides avisarme. Tu mamá y yo estábamos muy preocupados”. “Está bien, Papá. Lo siento, no volverá a suceder”, contestó Josecito, y se dirigió al baño de la madriguera para lavarse las patitas antes de comer.
A la tarde, todos los conejitos del lugar se reunieron bajo la sombra de un algarrobo. Estaban Mauro, Ezequiel, Pablo y Nicolás, los compañeros de escuela de Josecito. También se habían acercado el zorrino Claudio, que no paraba de reírse, Ramón, el oso hormiguero, y la rana Alejandra, quien saboreaba un rico helado de zanahoria. Un cartel los recibía: “Hoy, gran actuación del mago Josecito”. Sentados sobre sus colas, todos miraban, con la boca abierta y los dientes brillando bajo el sol, los pases de magia que el conejito intentaba una y otra vez. Entre ellos, había alguien muy especial: Ana, una conejita marrón, muy coqueta, que, desde hacía mucho tiempo, le gustaba al nuevo mago.
Cuando tuvo que elegir a un asistente, Josecito no dudó. “Anita”, dijo, mientras se acariciaba las orejas para que ella no se diera cuenta que él estaba muy despeinado. Tras un rápido movimiento, se colocó el sombrero y se dispuso a realizar su truco. “Zaraná”, pronunciaba el conejito, “que aparezca un ananá”. Y del interior de la caja, salió un plumero. El zorrino Claudio estalló en carcajadas. Nervioso, Josecito intentó otra cosa: “Ojo ojo, que a Claudio se le vayan los piojos”. Y, de repente, el pelo de su amigo se tiñó de azul. “¡Un zorrino azul!”, gritó la rana Alejandra, y todos comenzaron a reírse. Tras un ademán inesperado, el conejito hizo que Claudio se pusiera completamente anaranjado. Por fin, y tras muchos intentos desesperados, el zorrino pudo recuperar su color original. Asustados por los movimientos poco hábiles de Josecito, todos comenzaron a gritar y correr: temían que el mago les hiciera lo mismo que a Claudio. La reunión, para tristeza del conejito, terminó demasiado rápido.
Sólo alguien se quedó con él: la conejita Ana. Y, dándole un beso en sus mejillas de algodón, le dijo: “Eres un gran mago, Josecito. Me gustaría que me enseñes”. Ruborizado completamente, el pequeño conejo apenas si pudo murmurar un “bueno”. Y así, guardando su varita y su galera dentro de la caja mágica, el conejito y su amiga montaron sus bicicletas y partieron rumbo al río. Si se apuraban tal vez lograrían dar con algunas de las frambuesas que, todos los veranos, crecían en el lugar.
Meses más tarde, el conejo presentó un nuevo espectáculo: “Hoy, gran actuación de la Maga Ana y el Mago Josecito” y, según dicen los caracoles que siempre visitan el lugar, les fue muy bien. Tan bien que, días después de la actuación, los pequeños montaron un circo. Y, aunque muchos no lo crean, hoy recorren el mundo sacando caramelos y palomas blancas de la caja mágica. Quizás mañana, cuando despertemos, los conejitos ya estén presentando, con las orejas rosadas y los bigotes cargados de sonrisas, su magia en algún jardín inesperado. Quizás, y para fortuna de todos aquellos que esperan por la caja mágica y los trucos de Josecito, esos jardines no sean otros que los de nuestra ciudad...
El_Galo (Su alterego, u Otro Yo, Chester Piedrabuena, se encuentra formalmente engripado)
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