Una línea acá, otra allá. Va tomando forma.
Siempre es útil la carbonilla.

En el instante en que es una con el lienzo, con la hoja, algo mágico se siente en el ambiente.
Ella juega. Las artes son una extensión natural de lo que es.
Y no se da cuenta.

Ella cree que escapa cuando narra encuentros con Cortázar.
No sabe, no quiere saber, qué cosa es importante.
No comprende que es ficticio el pasillo con anaqueles repletos de libros.

No ha querido ver que busca imposibles pues en el fondo no cree capaz que la felicidad sea algo pequeño. Renuncia con facilidad a las cosas que no pueden ayudarla.
Pero le cuesta, sufre, de renunciar a los hombres y mujeres que tampoco van a hacerlo.

Tiene una foto, que le servirá de modelo.
Preferiría tener el modelo enfrente.
Dios sabe que jamás terminaría la pintura, si fuera ese el caso.
No importa: Dios no se preocupa por aquellas nimiedades que está en la voluntad de los hombres corregir. Los hombres le piden que solucione cuestiones que los mismos hombres con algo de esfuerzo podrían resolver.
Piensa en eso, mientras el rostro de la foto va empezando a insinuarse en la hoja.

Hay algo anómalo en el rostro, algo que no es de este mundo. Primero creyó que era la luz, el juego de claroscuros de la fotografía, luego descubrió que no.

Hay algo realmente extraño en ese rostro...
Por instantes, lo nota en el cabello, por momentos en la nariz, luego quizás en los ojos.
Desearía que ésta fuera su mejor obra, gentil criatura, pero no puede serlo: el rostro de él no es de este mundo.
Es todos los hombres.

Es ninguno.

Carolina no sabe —no puede saberlo—, que esa pintura es una, de treinta y seis...