MALLARAUCO
Fue en época de secundaria. Se venia un fin de semana largo y planeamos viajar hasta Mallarauco. El Jairo que era mi amigo, tenia de compañero a un paisano de ese lugar. Ambos eran camaradas de clase de un instituto militar. El Pérez, vivía en una casita de madera pequeñita dentro de un inmenso terreno de plantación que pertenecía al patrón de su padre.
Por ese entonces yo lo único que hacia era beber y escribir algunos intentos de poemas. Mis calificaciones eran una escoria. Mis profesores también. Esperaba todas las semanas el día viernes con ansias de fiesta. Llegaba de clases e iba en busca de algún compañero de trago para pasar la tarde sorbiendo algunas cervezas, y luego de la cena, seguir bebiendo.
Jairo le daba a sus estudios en el Premilitar Luis Cruz Martínez. El subteniente Cruz Martínez era un patriota de la época del coco que murió con “HONORES INCONMENSURABLES” según decía su comandante. Tenía unos pocos años. Cresta, yo tenia 17 y solo pensaba en la patria cuando me sentaba a defecar. Me quedé un tiempo con la duda. Decidí investigar, un poco, sobre Cruz. Tiempo mas tarde, supe que aquel muchachin imposiblemente devoto de su patria había muerto acribillado como una rata en un cuartucho junto a otros patriotas en manos de una inesperada turba de yanaconas peruanos, en alguna nortina sierra lejana. Los historiadores siempre con sus farsas y fantasías heroicas de mierda. Cruz si hubiera podido salir cascando de ahí, lo hubiera hecho sin pensarlo. Pobre chico. Morir a esa temprana edad ¡y por la PATRIA! Creo que era más fácil para mí pensar por ese entonces que la patria le había despojado de su existencia miserable.
El Pérez nos hablaba con grandes pepas de lo ostentoso que era aquel chalet del patrón de su padre. Piscina, neveras repletas de cervezas, sala de juegos, plantaciones, limones del tamaño de zapallos. Mandarinas al paso. Paltas gigantes colgando de los árboles como bolas negruzcas. ¡Todo a la mano! “Vas caminando por ahí, te da un poco de hambre, sacas alguna gueá que esté colgando y te la zampas, así no mas…” decía.
Pérez estaba de inquilino, por el resto del año, en casa de Peyote Jairo, puesto que el viajar en bus desde Mallarauco hasta donde quedaba aquel Premilitar requería un dispendioso esfuerzo económico por parte de su infortunado padre.
Estábamos una tarde de viernes sorbiendo cervezas en casa de Jairo, preparando los detalles de nuestra partida, la que habíamos fijado para la mañana siguiente, del día sábado. Estábamos todos los asistentes, y éramos cinco: Ñatico Javier, Gringo, Pérez, Peyote y yo.
Hablamos y hablamos. Cruz Martínez salto a la conversación. Jairo defendía a aquel muchacho desgraciado con su pecho abierto, nos arrojaba algunos palmetazos, mientras nosotros le acribillamos por segunda vez. No se salvó en esta tampoco. Pobre mierda.
A la mañana siguiente, todos teníamos nuestros aperos ya arrimados a un costado de la puerta de Peyote para irnos. Jairo salió con un beso de su madre. El se creía el muy militar, el chico duro del Premilitar, el hombre de recia mirada. El hijo perdido DEL GENERAL.
- ¡COMO ESTA LA TROPA! –dijo el alucinado. Y se colocó en una garbosa actitud tensa, erguida, ridícula.
- No se te vaya a salir un pedo huevón –dijo Gringo, su primo.
- GUA JA JA JA JA
Y caminamos por las calles de nuestra fría y húmeda localidad, por el sur, con dirección a Melipilla. Aun no salían a las calles aquellas cajas rodantes y sucias de los microbuses a escandalizar el ambiente, aquellas cajas capaces de desquiciar con sus ruidos y vapores oscuros hasta al más relajado de esta ciudad. Era un tramo largo. Marchábamos callados. Y fumábamos. La gente en sus casas seguía durmiendo como osos apestosos.
Pronto cruzamos la línea del tren.
La carretera Camino a Melipilla se extendía al oeste suavemente húmeda. Pocos vehículos circulaban por ella. Llegamos hasta un paradero de metal con un techito inmundo que apenas cubría y que además tenía un hierro a modo de banco que no servia para nada. Malditos vándalos. Las corridas bárbaras habían terminado cientos y cientos de años atrás. Pero no era suficiente. Aun no se extinguían. Pero pensándolo bien, incluso los bárbaros de pronto me parecieron más aceptables: no destruían cosas de su propio clan. Atila nunca hubiera roto el culo o macheteado la crin de un caballo de los suyos solo por ocio. Pero estos idiotas bárbaros MODERNOS, si.
Pronto se acercó un microbús verde con rayas rojas por el este, a poca velocidad. Parecía un bicho verde rodante. Pero estaba bien. Todos deseábamos llegar pronto. Javier le hizo detener. No teníamos el dinero completo para cubrir el costo de todos los pasajes. El conductor, hizo un guiño de desapruebo. Luego:
- ¿Y adonde van?
- Al cruce, tío. Es que tenemos que ir a la capilla Su Santísima Trinidad a dejar unas ropas para los niños huérfanos –dije y le indiqué los equipajes. Lo equipajes no tenían aquella ropa.
- ¡Ah, qué bueno! –dijo sonriendo ahora– ¡pues suban!
Corrimos hasta los últimos asientos, que por cierto estaban desocupados, al igual que la mayor parte del microbús. Javier desde su bolso retiró unas naranjas y ofreció a todos. Estábamos un poco apagados. Yo miraba por el cristal el paisaje ahora rústico y campesino que comenzaba a develarse. A cada tramo que avanzábamos, el paisaje como un todo verde, tragaba más viviendas, estas eran ya muy escasas. Algunas quedaban enclavadas en altos cerritos y a su costado una plantación en forma escalonada, en terrazas. Recordé a los Atacameños.
- Mira, Ñato –dije señalando los cultivos –ese tipo de agricultura la vienen practicando desde cientos de años antes de que los españolitos vinieran a esparcir su fiebre y mierda por estos lados.
- ¡EH Cabros! A Nael le esta dando. Ya se cree profesor de historia –dijo.
- ¡Tantos cientos de años y ni un mísero cambio! Aún, hasta estos días todo aquel legado de nuestros ancestros VIVE ¡VIVE!
- Oh para ya –dijo- ¡PARA YA!
Las viviendas comenzaron a desaparecer para convertirse definitivamente en puntos encumbrados, lejanos y cuadrados, parapetados en montes tapizados como con algún polvo verde o pajizo, muy uniforme y agradable. Pocos ríos fluían de pronto, de color marrón, llenos de caca, entre las quebradas que bajaban como faldas rígidas y pastosas hasta la calzada, como derramándose hasta las huellas negras y hediondas a goma que nuestro microbús dejaba impresas en el alquitrán. Todos fuimos atrapados por la sensación de balsamidad que expelía el paisaje.
Pérez de pronto se levantó de su asiento de golpe.
- ¡Oh ES AQUÍ! –dijo.
Al descender, la diferencia fue arraigada al instante. Estaba en el aire. Casi podíamos tocar la pureza del mismo. Era como un eterno y tranquilo fluir de agua y frescura perfumadas. El cruce en donde estábamos nos mostraba una garganta gigante y glauca, que formaban los inmensos árboles calle adentro. Adentro era Mallarauco. Se me hizo agua la boca por un limón de los que hablaba el Pérez, o por una palta gigante, o por una enana mandarina. También por las hijas de porcelana del patrón.
Ahora debíamos abordar un taxi, puesto que los buses, ninguno, hacia recorrido por ahí.
Dentro del taxi, a los costados, cultivos. Nada más. Muchas planicies laberínticas de viñas. Y cultivos de dios sabe qué cosas.
- Déjenos enfrente de la botillería, por favor –dijo El Pérez al taxista.
- ¿Van a castigarse, eh, chicos?
- ¡NOS BEBEREMOS HASTA NUESTRO PROPIO MEADO COMPADRE! –dije
- Tengan cuidado, las cosas extrañas y las leyendas por aquí, no tienen nada de LEYENDAS.
- Cresta. ¿Qué quiere decir?
- ¿Han oído alguna vez del Chupacabras?
- NO –Todos al mismo tiempo.
- Bueno –dijo mientras nos miraba perniciosamente por el retro –el Chupacabras ya hace tiempo que viene haciendo mierda todo lo que se le cruza, especialmente animales. En menor frecuencia, a los hombres, digo, a los humanos. PERO los que han tenido la mala cuea de toparse con el, no lo cuentan dos veces. Yo mismo tenía un amigo que vivía un poco mas adentro, en el fundo de Les Fleurs, era peón. Bueno, un día, ya de noche, fue en busca de sus pertrechos que había olvidado en un árbol ubicado en medio de la plantación. Mientras avanzaba hasta aquel árbol dicen que comenzó de pronto a sentir frío, mucho frío. Bueno y ahí…
- ¿Se dio cuenta que andaba en pelotas? –dijo Gringo.
- GUA JA JA JA
- ¡Esto no es un juego muchachos, mi amigo pronto llegó a unos diez metros temblando y allí estaba aquella cosa de pie en uno de los brazos del árbol! Aquella cosa tenia unos ojos amarillos muy abiertos, grandes y terroríficamente luminosos, como está la luna a veces, allá arriba. Tenía como alas negras –en realidad el ser completo era oscuro y demoníaco –algo de asqueroso vello, era como del porte de un niño de cuatro o cinco años. ¡Jesús! Mi amigo estaba como hipnotizado. No le respondía su sistema nervioso periférico. De pronto, aquella COSA horrible bajó desde el árbol con movimientos rápidos y rectos, movimientos que jamás le había tocado ver. Sin ser un entendido en la materia, y en lo que respecta a la Física específicamente, mi camarada advirtió al instante que si un físico hubiera estado junto a él se hubiera meado del susto y la impresión. Sin ir más lejos, aquellos movimientos rápidos y zigzagueantes desafiaban completamente a aquella fuerza que nosotros le llamamos GRAVEDAD.
Algo en el rostro de aquel hombre viejo nos hizo creer, naturalmente, que, posiblemente no nos haya estado agarrando. El miedo entró a calarnos y a hormiguearnos de pronto. Y luego:
- Y entonces, Jorge –que era mi amigo– tuvo un pequeño momento de lucidez e increíblemente, mientras aquella bestia de otra dimensión se acercaba lentamente, cogió una roca en su mano y se la arrojó directo al cráneo –si es que tenía –con toda su condenada fuerza. Grande fue el susto al ver como aquella mezcla de cerdo-pajarraco-murciélago-gatuno de ojos amarillísimos le esquivó el proyectil como un ¡OLE! desafiando toda lógica y de pasada metiéndose en el culo toda la física conocida hasta nuestros días. Entonces no tuvo otro remedio que echarse a donde los pies le llevaran, rápidamente. De pronto aquello emprendió vuelo, alcanzó a Jorge, le tomó por lo hombros, las garras afiladas de la bestia se internaron en la piel con facilidad, la sangre emanó espesa, tibia; Jorge dio un alarido, el monstruo balbuceó algo ¡hablaba, sí, hablaba un idioma diabólico! La vieja Zalamé, que vive casi llegando al cruce con Melipilla, decía que eso era arameo antiguo, o algo así, que era la lengua de Jesucristo.
- Demonios ¿y que sucedió con su amigo? –pregunté.
- Bueno, el monigote aquel, luego de decir algo, emprendió un rapaz vuelo hasta el cerro cercano, y mi amigo terminó en el Psiquiátrico que está en la capital. Dicen que sus heridas jamás cicatrizaron. Y que antes de derivarle al hospital, tenía horribles pesadillas. Lloraba sangre. También decían que andaba como un loco tras las gallinas. Les perseguía, tomaba en brazos a la que atrapaba, bajaba su cremallera, e intentaba, bueno, como decirlo…
- ¡CULEARSELAS! –dijo Ñatico.
- Oh, si, qué asco. Bueno, son muchas las historias, por acá. Pero las de aquel cerdo-pajarraco-murciélago-gatuno alias el chupacabras, y sus correrías, tienen por estos días aterrorizados a los lugareños.
- ¡Maldita bestia! –dijo Peyote –ojalá ahora la viera ¡por mi GENERAL que le hago parir!
- Bueno, muchachos, aquí esta la botillería. Cuídense, estén alertas, se los dice un anciano honesto.
- Muy bien viejo, ahí nos vemos –dijo Jairo.
Cruzamos hasta el otro lado de la calzada para comprar algo para tomar. Entramos. Los bidones estaban alineados a modo de supermercado. Cientos y cientos de damajuanas rebosantes de vino tinto, suficiente como para embriagar a toda una comuna. Nos sentimos en el paraíso. Existía un raro perfume, mezcla entre alcohol, tabaco y sobacos. No nos molestaba. El botillero yacía dormitando sobre una silla playera con una chupalla en su cráneo, un cigarrillo consumido hasta el final entre sus dedos, y una paja en la boca. Si no le hubiéramos despertado, posiblemente el muy zorrón hubiera criado una dolorosa ampolla entre sus dedos.
Salimos de ahí y Mallarauco era una tierra soñada. Tenia aroma a pueblo misterioso. Producto del cuento del viejo taxista no nos habíamos percatado de ello. Al arribar hasta ahí, las nubes reinaban como masas de algo blando en el éter. Pero ahora el sol y su vivificante luz dorada alumbraba todo aquel natural verdor digno de una fotografía para enmarcar, y colocarla en casa. Solo para decir “Oh, si, si: yo estuve ahí”.
Seguimos a Pérez. Siempre que me tocaba salir de excursión entre amigos, seguíamos a alguien, pero nunca a mí. Más tarde advertí, que ese aspecto no era mi fuerte, y que mi fuerte estaba en planear este tipo de cosas, en la organización, o algo así. En el persuadir. Estábamos en Mallarauco por que fui una constante e insistente astilla en el culo para Jairo y el Care Monea.
Penetramos en un sendero de tierra y barro que se internaba hacia… ¿hacia donde cresta se internaba? Con todas las vueltas y todo, mi orientación cardinal desapareció. Al igual que mi hermosa cordillera de los Andes. Así que caminamos. Eran tres kilómetros y medio de sendero a pie. Nada nuevo, excepto los cultivos de granadas. Luego nos bifurcamos hacia la derecha, hasta un terreno arrasado por retroexcavadoras, tuberías algo grandes y obreros morenos y sudorosos que instalaban el nuevo sistema de regadío gota a gota que el patrón acababa de traer desde los Estados Unidos de América.
Estábamos rodeados de cerros, y montecitos muy coloridos, muchos árboles ¡y cuanto verdor! Enderezamos el avanzar hacia la izquierda. Entre los cultivos y entre las malezas perfumadas aparecían las casas de los peones, inquilinos. ¿Criados? No, creo que no. Ese término es de la colonia, pensé. Pero de que era todo rústico, era todo rústico. Los niños jugaban con perros, enzarzados en el barro, con el frío en sus ojos y la pobreza en el calzado.
Una mujer gorda y tetona asomó su cara rosada por los cristales y luego aulló:
- ¡ERNESTO!…. ¡CABRO DE MIECHICA, TE DIJE QUE NO TE ENSUCIARAS!
Ernesto colocó cara de terror, pero no hizo movimiento alguno. La mujer salió con un rostro homicida, casi rugiendo, cogió al niño por sus cabellos zamarreándole eléctricamente y sobre la misma le atizó dos palmetazos secos en pleno rostro. Ernesto quedó algo desorientado, aturdido, pero ni una sola lágrima floreció desde sus ojos verdemarinos y tristes. No, no le daría ese placer a su agresora. Su madre le arrastraba hasta la puerta tomado por el brazo, y el niño parecía un muñeco de poca resistencia. Adentro de la vivienda ella siguió con la tunda.
II
El hogar del Pérez, a simple vista parecía uno de los más acomodados. Habían dicho que vivía en una caja de zapatos, pero no era tan así. Varias habitaciones, ventanales, aparatos eléctricos, bastante amplitud, comodidad. Su madre un día se había largado de pronto, dejando a su padre el cargo de tres hijos hombres, incluido él mismo Pérez, para fugarse con algún tipo algo más acomodado que su miserable y poco afortunado ex marido. ¿Algún patrón Mallarauquino? Quien sabe. Lo cierto es que las cosas no andaban muy bien, puesto que la partida de su madre había acaecido solo un par de meses atrás. Los chicos estaban destrozados. Pérez igual. Nos contaba que en los días tristes de remembranza y duda, junto a su padre, bebían y lagrimeaban un rato.
Tenía dos hermanos menores. “Los Rústicos”, les decía yo. Sebastián, era de diez años, chico, rechoncho, ojos hundidos, tez morena, molestoso. Ambos hermanitos poseían un acento chistoso, campesino. El otro era un poco más agradable, tenía como ocho, Carlos, creo que se llamaba. También rechoncho, pequeño, grueso, campesino.
Arrojamos los equipajes en el piso y nos dejamos caer en unos sillones cómodos, de felpa negra. Estábamos todos, Gringo echaba manos a un equipo de música en donde se podían hacer bases para cierto estilo musical del cual era fanático. Aquella música de pedos.
- ¡Peyote! –grité- sirve un vaso de chela, zorrón.
Nos pusimos a sorber cerveza. Queríamos conocer el maldito palacio del patrón. Era la curiosidad de saber hasta donde llegaba la tontera de tener dinero. Pérez se paseaba como un ama de casa, después del fracaso matrimonial, había instintivamente asumido el rol de esposa. Sabia cocinar (y muy bien), planchar, aseo, limpieza, toda una nana. Su padre andaba poniendo orden en el palacio, dándole de comer a los buldogs que custodiaban como gárgolas terribles la entrada, echando una barridita por aquí y por allá. Ñatico dijo de pronto:
- ¡Pérez! Vamos a conocer la casona del patrón HOMBRE
Pérez estaba en la cocina. Se oía un zamarreo de platos, metal.
- ¡Claro! –dijo –pero déjame terminar, para que almorcemos luego.
- ¡A la mierda con los platos! ¡vamos a ver a las muñequitas de porcelanas!
- Pero si ellas no están acá. TODOS están en EE.UU. de vacaciones.
- ¡Sus fotos entonces!
Todos nos incorporamos, nos miramos los unos a los otros. Jairo y yo teníamos un vaso en nuestra mano. Gringo seguía con los botoncitos, apretando, y de pronto diciendo “Ooh, saqué la tremenda base ¡Escuchen!” sin que alguien le prestara atención. Vaciamos la cerveza de litro con Jairo y fui por otra. Abrí el refrigerador, la arranqué de unas barras que le tenían aprisionada. Volví. La posé sobre la mesa de centro.
- Ahora sirve tú Nael, ES UNA ORDEN –dijo Peyote.
- Oh no empieces, maldito militar de cartón –Jairo era débil con el alcohol, ya estaba medio listo.
- ¿Sabes lo que le sucede al que no obedece un precepto militar?
- ¿ASEGURA SU EXISTENCIA? Digo, ¿Así como NO lo hizo el pobre mierda CRUZ?.
- ¡NO! ¡MARICA! Les hacen pelarse los codos, manos, pies. Les revientan físicamente, un poco de electricidad también ¿Por qué no? ¡para que jamás vuelvan siquiera a pensarlo!
- ¡Salud, SIR, salud!
- ¡Salud!
De pronto:
- Ya cabros –dijo El Pérez apareciendo desde la cocina –Vamos.
Salimos de la casa hacia el palacio. Cultivos, árboles de paltas gigantes. No lo podía creer. Eran del porte de un zapallo italiano. Cogí una desde un árbol, quería asegurarme. Retiré la cáscara… PALTA, mucha, verde, tierna y condenada palta. Le mordisqueé en un costado. Blanda, tierna, CREMOSA, lechosa. Parecía que estuviese mordisqueando el flanco de una mujer. Me convencí.
Avanzamos con el sol en nuestros cuerpos. El sendero empezaba levemente a inclinarse. Claro, el puto del patrón debe de vivir en una especie de OLIMPO, pensé, mínimo. A un costado apareció el cerebro del regadío gota a gota. Recordé a las primeras computadoras, esas que usaban la energía de toda una ciudad para funcionar. Figuraba como un container algo pequeño, y paneles, y, BOTONES BOTONES BOTONES. Unos tipos, ingenieros supongo, realizaban unas pruebas, al parecer.
- ¡OYE LUCHO, LA VALVULA LA VALVUA, APRETA O VA A QUEDAR LA CAGADA! –decía uno con delantal blanco mientras tenia la vista pegada en los paneles.
- ¡Ya! –dijo Lucho.
Luego:
- ¡CRESTA! ¡HUEVON, APRETA, LAS AGUJAS SE ESTAN VOLVIENDO LOCAS! ¡LA PRESION!...
- ¡Ya apreté, JEFE!
- ¡RAPIDO! ¡POR LA CRESTA APRETA!
Lucho tenía cara de huevón, hay que decirlo. De pronto:
- ¿Qué manija es JEFE?
- ¿QUE?... ¡LA AZUL ROMPEHUEVAS!
- ¡No veo ninguna de esas, JEFE!
- ¡ESTA DEL OTRO LADO! ¡POR JESUS APRESURATE!
- ¡AH!… ¡Ya la vi JEFE! –dijo el huevón– ¿Pa ONDE la giro?
- ¡IZQUIERDA!... ¡OOOOH VIRGEN SANTA…!
Demasiado tarde. El agua comenzó a salir por no se donde, como una estampida de elefantes ágiles, bañando (o mejor dicho inundando) una parte del cultivo con litros y litros aquel disolvente universal. Los muchachos y yo corrimos para no ser victimas de la estampida.
La reja era de las típicas que los hombres adinerados pueden concebir. Gruesos barrotes, color rojo o marrón, y dos grandes RUEDAS de madera, de carretas, pegadas en los hierros. A lo “colonial”. Típico. Tienen un poco de terreno y ya se creen encomenderos (¿o lo son?) Todo lo exterior tenía pinta colonial. Hasta los árboles de florcitas rojizas, como mocos ensangrentados colgando, ahí, en los ramajes.
Empujamos los barrotes. Y las ruedas. Estaban las gárgolas ahí. Mirándonos con los ojos encendidos, rígidos. Salió al encuentro el padre de Pérez. Don Pérez.
Don Pérez y Pérez Júnior se enlazaron en un cálido abrazo.
- Estos son mis amigos –dijo Pérez Júnior.
- ¡Hola muchachos! ¿Qué les parece el lugar?
- De choclo, tío –dije.
Ahí tuvimos la oportunidad de maravillarnos con la majestuosa casona de un piso. Tan larga como un establo y ancha como una cancha de futbolito. Quedamos algo sorprendidos.
- Pasen –dijo el tío- Oh, pero primero deben sacarse los zapatos.
Abandonamos los zapatos en la entrada de la casa. Abrimos la puerta de entrada. En frente, un pasillo, lleno de cuadros, rostros desconocidos; algunos muebles lustrosos y brillantes sacados de alguna carísima tienda de antigüedades. A un costado, la cocina, que parecía ser del tamaño de mi propio hogar. Al final del pasillo un cruce. Izquierda, sala de juegos, derecha todo lo demás: habitaciones, comedor, salas de estar y quizás que otra cosa. Acaso una cancha de tenis techada, o una playa artificial con arena de verdad.
Nos metimos en la sala de juegos. Tenis de mesa. Estuve cerca, pensé. En su entrada había una nevera repleta de jugos, cervezas, helados. Comencé a odiar tanto lujo y brillo. En una pared estaban las hijas del patrón. En cuadros dorados, pequeños. Fotografías en Disneylandia, la Estatua de la Libertad, Sea World, El Vaticano, Torre de Pizza, Estudios Universal. Inmenso periplo pictográfico, Around the world. Las hijas eran, tal como decía Pérez: INALCANZABLES. ¿Y si fuésemos como CRUZ, el pobre mierda? ¿Alguna oportunidad? No, nada que ver. Nada que ver la milicia con la riqueza de los adinerados de este rincón del mundo (¿o si?)
Me vi vestido de Luis Cruz Martínez. Diecisiete años. Con mis botones dorados y casaca azul, pantalón rojo fuerte, gorrito azul, fusil en mano, bototos enlodados, entrando a la casona, a… ¿pedir la mano de Francisca Fernanda? ¡No! a ROBÁRMELA, todo temblando, pero enamorado. Las gárgolas salen a mi encuentro. Empuño mi fusil. Salta uno con su hocicote abierto para tragarme de un intento. Apunto al centro, la bala entra por la boca y sale por el cráneo chato del buldog, explotando en pedazos y cayendo a tierra como un saco de concreto, carne sin vida, fría e inmóvil. El otro sale disparado fuera de mi alcance. Derribo de una patada la puerta, le doy un disparo si es necesario. Entro. Avanzo cortando en dos el aire atrapado entre las paredes del pasillo. Mi rostro es descomunal. Llego a la sala principal. Toda la familia reunida. Charlan, beben vino francés. No veo a Francisca Fernanda. Doy un disparo al aire. Agujereo el techo y algo de residuos caen al piso. Todos clavan sus ojos en mí.
- VENGO POR FRANCISCA FERNANDA–le digo al viejo, algo canoso y con aire de magnate.
- Oh, ¡Pero quien mierda es usted, por dios! –dice- ¡HA AGUJEREADO MI TECHO!
- Soy Luis Cruz Martínez, soldado del ejército de Chile. Desertor por ahora. Vengo desde la sierra nortina. He venido por su hija. Y su techo no importa.
- ¿PERO QUE DEMONIOS LE SUCEDE JOVEN? ¿ESTA ACASO USTED LOCO?
- Sí.
(Soy soldado ¿no lo ve?)
- Mi hija no se va con usted ¡NO LO PERMITIRE!
- ESO LO DECIDO YO –digo mientras apunto con mi fusil directo al rostro.
- ¡OH, NO! –dice el viejo antes desplomarse con un circulo rojo en su frente.
Luego voy por las habitaciones pateando las puertas, buscando a Fran. Oh Fran ¿Dónde demonios estas? ¡Fran! ¡He venido para llevarte lejos, a mi cueva! Viviremos de paltas y limones, que a tu padre robaremos. Saquearemos su viñas ¿Acaso no es emocionante?...
- Nael, vamos a la piscina, tienen piscina –me dijo Ñatico pasando a mi lado.
- Está bien.
No. Nada tenia que ver. Si yo fuese Cruz, seria la misma cosa no más.
III
No se por que se me ocurrió. Pero creo que no puedes observar una piscina, solo por observarla. Digo, si uno esta ahí, no hay nadie, tienes una casona del porte del mundo, y una piscina. No puedes decir cosas como ‘oh, que linda la piscina’. Hay que ir por ella.
Afuera estaba Pérez haciendo alarde de lo que nunca iba a ser suyo y los otros, miraban la piscina. Fui hasta la piscina. Mire a todos lados. “¿Pero que rayos estoy haciendo? Los únicos seres humanos fuera de nosotros, estaban a casi dos kilómetros allá, perdidos en los cultivos y malezas”. Desabotoné mi camisa, luego mis pantalones y todo lo demás. Y ahí estaba yo, en pelotas, disfrutando un fresquísimo baño. Ñatico fue el único que me siguió.
La tarde comenzaba a morir, anaranjada, por algún lado, lejos en el horizonte, también oculto. Aun estábamos recostados en sillas inmensas respirando aquel aire extraño.
- Y al final, ¿Dónde pasaremos la noche, Pérez?
- Allá. –indico el cerro más alto de todos.
- ¿PERO TU ERES HUEVÓN? ¡Es como el Everest! –dije.
- Les conozco todos, menos ese. Hoy iremos a pernoctar allá.
- ¿Puedo reunir una asamblea y discutir? ¡Democracia!
- En Mallarauco tus derechos de ciudadano no corren. Aquí nunca ha habido democracia.
- Como no ¡Hey, camaradas, este zorrón quiere llevarnos al Everest!
- Pues vamos, gallina –dijo Jairo, y luego, todos asintieron.
Recogimos nuestras ropas y enfilamos hacia la casa del Care Monea. Estaba cayendo el pizarrón oscuro de la noche.
Encontré un cesto de paltas y rebané una por la mitad y luego le condimente con limón, sal y un poco de aceite. Otra mujer a la que le comía las vísceras. Los otros preparaban las carpas y los alimentos. Había un salmón, hermosísimo, en el refrigerador. Le dije a Pérez que lo llevara a la cumbre para comerlo, al igual que un buen cargamento de paltas que saben a mujeres. No se opuso. La garrafa de vino tinto estaba encaramada tranquila en uno de los equipajes, como un niño del Altiplano. El padre de Pérez no podía ver aquella botella inmensa de tinto, sino, se iba al demonio toda la aventura.
Una rejilla a modo de barbacoa, para el salmón. Ya está. Partimos.
Afuera la noche se había tragado TODO. Estrellas, algo de frío. Arranqué una lata de cerveza de mi equipaje. Había dos linternas. No alumbraban mucho. Nos dirigimos con rumbo…, rayos, no lo sabia. Pero caminamos hasta las faldas de un cerrito que de día, me había percatado de que estaba tapizado por paltos. Muchos de ellos. Me sentí como Jesús caminado entre los olivos de Getsemani. Mis apóstoles iban hablando de las cosas más imbeciles que se puedan vocalizar. Me gustaba aquello. Penetramos en el cerrito, cortando su falda verticalmente. El terreno, barroso, húmedo, era condenadamente agreste. Ascendíamos en fila, siempre. Alguien dijo que servia por si acaso a uno de nosotros le sucedía algo. Algo malo. Entonces Ñatico, que era más alto que yo, pero gordo, iba a mis espaldas. Su respiración era agitada y forzada. No era normal. Mientras no le de un paro cardiorrespiratorio, todo bien, pensé.
Nos vimos pronto en la cumbre de aquel montículo y OTRO monte, sobre él levantaba vuelo. Había una especie de cerca, una reja de alambre y madera que impedía el paso. Tratamos de forzarla. Tratamos de derribarla. Nada. Tuvimos que saltar a través de ella, arrojar los equipajes por el aire, y ayudar a Ñatico a volar hacia el otro lado. Estando al otro lado proseguimos con la marcha. La pendiente estaba HORRIBLEMENTE inclinada, el palpitar de mi corazón, había ascendido desde el pecho, hasta los oídos y garganta. Trabajaba forzadamente llevando la sangre a todo mi cuerpo. Me comencé a ahogar un poco, las bandas de mi equipaje ya me arrancaban los hombros.
Nos detuvimos a descansar en lo que parecía ser un pequeño atalaya. El barranco era asombroso, y en la lejanía, algo de luces, luciérnagas artificiales, Santiago no estaba allí, pensé, era Mallarauco, el pueblo olvidado. Me sentí como un conquistador, demonios ¿esto es lo que habrá experimentado Pedrito de Valdivia? Quería llegar al otro lado del cerro gigante escogido por el Pérez, incluso mas allá.
La senda definitivamente, se inclinaba aun más. El otrora senderito visible se había convertido en una delgada raya de malezas secas camino arriba, cada tramo era mucho mas escarpado que el anterior. El sudor nos empapaba, nos bañaba la cara y todo el cuerpo. Las ropas se adherían empapadas. Y oscuridad, oscuridad plena, sonidos desconocidos comenzaron a asustarnos. Demonios, ¿y si aparece el Chupacabras? –Decía Ñatico –me lo pesco por el poto ¿tendrá poto? Bueno, Le corto los cachos y me los cuelgo en el cuello. Le hago comer mis mocos y le tiro pedos en la boca…
Le implorábamos que callara su gran bocota. Recordamos al viejo, las leyendas, el monigote feo del chupacabras. El silencio como un velo invisible nos cubrió y dio micrófono a ruidos imposibles de identificar. Apuramos el paso. Nuevamente el miedo taladró las mentes. Pero ahora con fuerza. Yo sentía que en cualquier momento algo extraño pasaba y nos veíamos envueltos en una situación de muerte o… muerte. Y Ñatico seguía:
- Son todos una manga de llorones –decía – Yo no creo en las mierdas del Diablo ¿Cómo voy a temerle a algo que NO CREO?
- ¡No seas mentiroso, estás cagado de miedo! ese es el PEOR de los miedos: a lo desconocido. Nadie puede esquivarle. Así que –dije- ¡CIERRA EL PICO!
Gringo decía que su religión le protegía de ciertas cosas, y a Jairo también. Eran evangélicos. Yo no era nada. Ñatico menos. Pérez creía en Dios. Yo creía en Jesús, en el hombre. Los demás creían en un viejito llamado Dios vestido de blanco y barba blanca sentado en algún trono de oro. Ellos no creían en Dios, creían en Satán.
Quedaban más o menos unos quinientos metros camino arriba para la cima. El cansancio venía impreso en las frentes desde hace más de una hora atrás. Demonios, qué caminata más prolongada. De pronto, los ruidos ¡aquellos ruidos de bestias merodeando por ahí! No pensamos en detenernos, todo lo contrario: apretamos el culo e intentamos correr cerro arriba. Arrastrábamos los pies. Aquello estaba cerca, muy cerca, se podía oír en las malezas, el zamarreo de alguien abriéndose camino. Y el ruido se acercaba, por el costado derecho, el corazón era un golpe eléctrico amorfo, sudor, sudor, fiebre alucinógena, delirio. Aquel ruido de pronto explotó frente a nuestra carrera por la cima: una bandada de pajaritos. Nos arrojamos al suelo y nos reímos como nunca lo habíamos hecho desde que llegamos.
IV
Lo primero que hice al llegar a la cima fue sacarme toda la ropa y tenderla en una rama. Estaba empapada. Luego me senté en un tronco. Jairo y Ñatico hicieron lo mismo. Pérez comenzó a armar la carpa y gringo fue en busca de leña. Yo saqué una cerveza en lata y la bebí de un trago.
No se por qué, pero las profesoras de las clases de ingles y de francés siempre saltan en las conversaciones adolescentes como las mas preferidas para echarles una buena cacha. La miss Martha, la miss Jessica… qué culo, que tetas, qué piernas… Jairo no aguantó más. Comenzó a pajearse ahí mismo. Estábamos muertos de la risa. Mientras Jairo se batía la cosa, nosotros comenzamos a vestirnos.
- ¡Oh miss OH MISS! –decía.
De pronto, Gringo se acercó y le dio con una varilla en pleno aparato reproductor. Jairo soltó un alarido estruendoso.
- ¡Guárdate eso, pajero de mierda!
Cavé un hoyo cuadrado para instalar la rejilla y colocar a caldear el salmón. Descorché la garrafa de vino tinto. Me serví un trago. Mire el paisaje maravilloso de la noche estrellada, la luna, agradable. Me serví otro trago, y lo vacié ahí mismo. Me serví otro. Otro y otro y otro. El salmón lo preparó alguien más. Al otro día SOLO QUERIA LLEGAR A DORMIR EN ALGO BLANDO.
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