Debo admitir que cuando la conocí me cayó simpática. Eso fue hace años. Muchos años.
En esa época trabajabamos en el mismo lugar, pero en distintos pisos, así que sólo nos topábamos en la escalera. Cada vez que ocurría este encuentro, nos sonreíamos y saludábamos, incluso tal vez pensando al mismo tiempo que algún día, cuando tuviésemos tiempo, podríamos ser amigas.
Pero pasó el tiempo y ella se fue.
Al cabo de cuatro años la encontré en un almuerzo de un club de colegas. Nos reconocimos de inmediato y comenzó una amena charla que terminó cuando finalizó el encuentro. No la ví hasta mucho tiempo después, pero esta vez hubo un detalle. Me dejó su tarjeta y es así como empieza esta historia que me llevó a estar tan cerca de ella y tan cerca del verdadero miedo.
Me encontraba complicada en aquel trabajo. Puedo soportar la mala paga, la indiferencia, el no reconocimiento a lo bien hecho, pero lo que no aguanto es el acoso moral.
Tras haber cerrado con la lengua 536 sobres esa tarde, tomé la cartera y busqué todas tarjetas de amigos y conocidos. Mandé los correos electrónicos y llamé por teléfono a todos los que pude. Y ahí fue que ella me contestó al otro día.
Ahora la sentía mi amiga. Me tendía una mano en un momento de angustia. Todo fue rápido y a la semana ya trabajaba con ella. Ahora nos empezabamos a conocer de verdad.
Ella siempre lo advirtió. "Soy muy antipática aunque no lo creas. Soy sarcástica y puedo llegar a ser cruel", me decía y luego se echaba a reir con esa risa que tienen las brujas de las películas.
Como yo soy ingenua (ya lo he confesado varias veces), pensé que sólo se trataba de sarcasmo y pasé por alto muchas cosas.
En la oficina todos hablaban mal de ella. Cuchicheaban sobre ...pero yo no hacía caso a las advertencias tampoco. Ya estoy grandecita para eso y se enfrentar y distinguir una loca de una persona compleja.
Fatal error porque estaba con una loca. La compleja era yo.
Los signos que percibí no pasaban de ser hechos triviales, pero que entre "amigas" o compañeras de trabajo que comparten la oficina ocho horas al día, simplemente son un insulto.
"No me ocupes más el encendedor por favor. Cómprate uno. No me gastes el gas. Me sale muy caro recargarlo".
Lamentablemente dejé pasar eso. Siempre estaba mi encendedor disponible pero ese día no lo había llevado. Tuve que salir con lluvia comprar uno porque no aguantaba mis deseos de fumar.
Creo que ahí comenzó a anidarse el odio...y el miedo, pero más de lo último.
Comenzaron los espionajes. La revisión del computador cuando yo no estaba. Los malos comentarios a la jefa. Y yo no hice nada.
Por fin llegaron las vacaciones y ella se iba dos semanas. Yo no tenía descanso pero estaba tan feliz porque estaría ausente que, para mí, esas eran mis verdaderas vacaciones.
Cuando se acercaba el final de esas dos semanas, el ambiente se enrareció en la oficina. Ya vuelve la bruja comentaban en los pasillos y no faltó más de alguien que me aconsejó enfrentarla y ponerla en su lugar.
Y así lo decidí. Pensé cada palabra, cada gesto. Ensayé frente al espejo ese domingo de verano toda la tarde. De como, con elegancia y profesionalismo, la mandaría a la mierda al primero de sus insultos.
Y llegó el lunes. Y llegó la bruja. Y llegó el primer insulto. El primer desdén. Entonces me paré, la miré de frente y...le entregué un periódico. No fuí capaz de hacer nada. Sentí una presión sobre mi cuerpo que lo impedía.
Asumí entonces que ella me tenía dominada, cargada y que me manejaba porque yo le tenía miedo.
Las semanas posteriores fueron un infierno.
Después de sus vacaciones llegó del peor mal humor jamás visto. Sufrí tanto que me enfermé tres días. Luego de pensar y reflexionar acerca de mi idiotez reconocí que el miedo me tenía atrapada, que era una cobarde. Entonces daría la lucha como una cobarde y lo llamé.
Una vela por día, en dirección al oeste, rezando una plegaria a Satán y otra a Dios. Una pizca de sal en su asiento. Todos los días. No debía olvidarlo.
Ahora mi obsesión era ella. Hacerla sufrir sin que supiera quien le causaba ese martirio.
El primer síntoma fueron sus estornudos. Le gustaba fumar mucho pero estornudaba tanto que los escupía. Yo solo la miraba sonriendo y seguía con las plegarias y las velas.
La táctica del cobarde es no enfrentar cara a cara a su enemigo. No hay enemigo más peligroso que el que no conoces. ¿Conozco acaso a todos mis enemigos?
Me llamó y me dijo que era la hora del velón negro. Debo confesar que me costó seguir este paso. Me desconocía. Pero lo prendí. El rito era en mi casa, pero con su nombre escrito bajo la vela grande.
Al día siguiente el efecto fue inmediato. Ya no me podía insultar porque empezaba a tartamudear. Lo peor para ella fue que tanpoco podía hablar con nadie pues se enredaba con cada sílaba.
Esa tarde me sentí triunfante. Cuando miré que sus ojos estaban húmedos, cuando se fue cabizbaja a su hogar.
En cuanto a mí, comencé a trabajar mejor, retomé lo abandonado y me sentía cada vez más tranquila. Lo único que molestaba a mis oídos eran los cuchicheos que sentía cada vez que pasaba cerca de la cocina o por el pasillo.
Me llamó en la noche. Había llegado el paso final. Nos juntamos al amanacer y me entregó las semillas. Debía colocarlas en su taza de café. Se disolverían instantáneamente.
Llegué a la oficina temprano. Las semillas aferradas en la mano izquierda, listas para ser arrojadas en su café. Tomé su tazón y las dejé ahí. Ella no las vería. No eran visibles a sus ojos. Mi satisfacción ya era plena antes que el acto final se consumara.
A veces tardaba en llegar. Pero ahora me impacienté. Estaba todo listo para su desayuno, el que le cambiaría su enferma existencia por otra peor, el que la dejaría aterrada de por vida mientras yo la aplastaba.
Pero no llegaba. No llegó. La madre avisó que estaba enferma de la garganta y que no había comido, que estaban muy preocupados y que la llevarían al médico.
Furiosa y sin miedo fuí a ver la taza de café. Tomaría las semillas para hacer el rito final cuando volviera. Pero ya no eran visibles para mí. El no me lo advirtió. Estaban perdidas en el tazón de café que pronto Juanito lavaría y se disolverían para siempre.
Me lamenté con rabia. Agarré el tazón, le eché café y tres cucharadas de azúcar. Sin pensar y llevada por la ira y sin miedo lo bebí hasta el final.
Luego partí a mi casa, pensando qué hacer, decidida a llamarlo y contarle que el plan falló que había que buscar otro método. Pero cuando llegué, por fin, a mi dormitorio y con mucho esfuerzo logré agarrar el teléfono, me dió pánico telefonearle. |