Llegó al pueblo un camión que parecía un juguete viejo y de él se desmontó un señor de forzada elegancia con papeles en mano, el traje negro no le cabía en el pequeño cuerpo y parecía que el cuerpo no le alcanzaba en el alma. Tenía una cara de payaso que era seguro que hacía sonreír a cuanto perro triste se le cruzara. La gente del pueblo se enteraría que moriría ahogado con su cara de recreo, que no se la debía a la genética sino a tanta mueca de arlequín principal en su propio circo.
Los otros dos camiones que completaban la caravana llegaron dos horas después con carpas naranjas e inmensas y animales que rugían, trepaban y movían las trompas; y con hombres que fácilmente hubieran podido destruir todo el pueblo con sus brazos y piernas en menos de que llegue el amanecer, pero ellos no tenían cara de destructores sino de armadores de carpas de circo.
A las seis de la tarde se habían conseguido los permisos necesarios para posarse en las orillas del río, que era manso y que no había pasado de un desborde despreocupado que no alertó a nadie, sino que les regaló un día de suerte a los pescadores que recogieron cuanta trucha se les acercaba a los pies saltando y pidiendo compasión. Los hombres terminaron de armar todo a las ocho de la noche, salvo algunos detalles, como colgar los cables de metal dentro de la carpa que le servía de piso al equilibrista. Cuando casi terminaron, los payasos franceses, la contorsionista búlgara, el domador romano, el mago italiano, el equilibrista ruso y el dueño arlequín habían comenzado a cenar junto a los hombres con cara de armadores de carpa.
Contaban maravillados anécdotas breves como si fuera la primera vez: la caída de quince metros que sufrió el equilibrista la noche que vio a su mujer desde arriba con otro hombre que luego se enteraría que era el hermano perdido de la esposa o cuando no alcanzó la taquilla para comprarle carne al tigre de bengala y casi se traga al domador en la matiné de un viernes santo o de un ex tragador de fuegos que se le incendió el estómago a mitad de función borracho de tanto ron.
Dieron las doce y el vino no alcanzó para más alargue de noche y se fueron a dormir para comenzar por la mañana con la propaganda por las plazas del pueblo, sobre elefantes con caras de enfermos tristes y una pareja de perros blancos puddle disfrazados de arlequines con nombre Melona y Mema.
Al día siguiente comenzaron pegando afiches en los árboles y en las casas más antiguas con permiso de los dueños, regalaron caramelos de mandarina y eucalipto a los niños que decían portarse bien, y se metieron en sus ropas de gala para asombrar a los transeúntes educados que no llegaron a pisar nunca uno de esos lugares con payasos de arco iris, y con una bella dama búlgara que se plegaba en mil por dos monedas por función.
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Era ya de noche y se dieron cuenta todos que la propaganda merecía de un premio de eficacia que aún no había comenzado a concederse. Las filas de adultos y niños parecían filas de milicia y las horas que faltaban para abrir la carpa eran más de un par, el dueño comenzaba a sonreír de felicidad y servía vino para festejar con sus colegas y sus hombres armadores. Excepto con el mago italiano que no bebía antes del espectáculo desde que tuvo que reemplazar al judío que se quemó el estómago.
Todos se bebieron el vino español de un sorbo largo y gritaron y aplaudieron tan fuerte que no se escuchó cuando el río comenzó a alzarse y cuando se desparramó de su transcurso en un silencio de sordos. Vamos muchachos, dijo nuevamente con su acento flamenco, y todos que andaban con la cara contenta y con la sonrisa que los distraía de todo lo que sucedía afuera, seguían brindando y jodiéndose a la vez. La gente se había comenzado a ir porque la mayoría no sabía ningún estilo libre de nado y además el cielo había oscurecido tanto que ya no parecía noche sino fin del mundo.
El arlequín y su gente de pronto y sin aviso se vieron inundados desde las manos hasta los ojos, y sintieron como se ahogaban entre sus piernas los monos que estaban bajo los cuidados de los armadores, que al enterarse de tanto alboroto soltaron a todos los animales que pudieron por piedad.
El mago italiano se trepó al lomo del tigre bengala hindú y fue el único que pudo salvarse de morir ahogado pero que finalmente no se salvaría de nada porque terminó siendo tragado por su propio salvavidas, los elefantes sufrieron de tal confusión que en vez de escapar se zambulleron en el río y se llevaron con ellos, colgados de sus trompas, a la búlgara de pelo negro que se doblaba en mil y a su amante, el domador romano, que podía con los tigres hindúes pero no con ella. Y así murieron todos disfrazados y sin espectáculo la segunda noche en el pueblo.
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Luego del desastre todo quedó igual en el pueblo, nadie dijo nada sobre el naufragio del circo. La gente iba a misa y comía arroz blanco con postre de frutas y dormían borrachos de chicha blanca a sus horas, el cura robaba de domingo en domingo con la colecta en beneficio a un anillo nuevo para el Papa turco de turno y el alcalde se acostaba con niñas morenas que hacían las tareas de colegio con sus hijas mellizas de doce años, que tenían una sonrisa sin dientes y llevaban calzones de algodón con dibujos de frutas coloradas y caballitos rosas y trenes sin riel. Todo seguía igual que antes. Tan igual que antes, que una tarde volvió a llegar un camión con hombres que tenían cara de construir carpas de circo.
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