Busqué alrededor tratando de rearmar el escenario. Sobraban la cartera y las llaves, lo demás estaba como lo había dejado.
Miré mi ropa, no había vestigios de sangre. Me quité los zapatos, caminé sopesándolo todo. Mi pasmosidad me espantaba.
Acababa de matar a alguien, debía gritar o por lo menos enloquecer, delirar.
Encendí un cigarrillo, luego otro. El tercero me despabiló del todo.
Tenía que pensar, huir, planear una coartada. ¡Tenía tanto que hacer!
Lo primero sería dejar esta casa infame como si nunca hubiera regresado, continuar la vida como si de verdad hubiera tomado el colectivo a Concordia, como si ya estuviera lejos de la farsa de mi vida.
Bajé por las escaleras deseando que el portero no estuviera, que nadie se cruzara, que el mundo desapareciera.
Crucé la calle y me perdí en el anonimato de la medianoche.
Anduve sin rumbo, sin mirar, sin oler, como una autómata. Mi única compañía era la conciencia que se aferraba a mis cabellos y me hacía trizas la cabeza.
Ya no podía pensar, el peso de mi delito me aplastaba bajo tierra hundiéndome hasta el abismo.
Recién en la comisaría pude respirar, aflojarme y llorar. Llorar por el muerto, por la amante del muerto, por mi vida destruida, por Concordia, que queda muy lejos, por las vocaciones frustradas, por lo que no fue.
Llorar como cuando estoy desesperada, partida por dentro, muerta, como el dentista que fuera mi esposo y al que dejé tirado como un perro en mi casa. ¿O era en la calle, o en su consultorio, o con su amante?
A esta hora ya no podía discernir, me hacía falta dormir, relajarme...
Desperté junto al muerto, como no podía ser de otra manera, él soñando con una joven, yo deseándolo todavía, aunque hubiera estado a un sueño de matarlo.
|