Ocurrió hace mucho tiempo, en las lejanas tierras del Norte, donde el Caballero de la Máscara Blanca se había proclamado emperador. Los Tres Señores recibieron tres reinos, y esta historia sucedió en uno de ellos, en el que gobernaba el Señor de la Espada Invencible.
Llevaba el pueblo más de quince años bajo el dominio del Sargento D, uno de los esbirros del Señor de la Espada Invencible, y desde entonces, cada vez se había ido haciendo más y más pobre. Pues las gentes del pueblo discutían a todas horas, por motivos absurdos o rencillas de esas que deben olvidarse porque en el fondo no tienen importancia. Y mientras los campos quedaban sin arar, la cerveza sin macerar, los animales sin cazar y el pan sin amasar, todos se fueron volviendo más y más delgados y miserables. Y mientras tanto, el Sargento D seguía habitando en el antiguo ayuntamiento, rodeado por siervos que eran más oscuridad que carne. Llegó entonces al pueblo una mujer con la capa polvorienta y los ojos vendados. Era extraño en aquella época que una mujer se atreviera a viajar sola por los caminos, y más extraño que sobreviviera al intento, especialemnte en el imperio del Caballero de la Máscara Blanca. Pero no parecía herida, solo sucia y cansada. Fue a la posada, donde pidio alojamiento y comida, a cambio de oro. Pero el posadero no paraba de discutir con su mujer. Mientras él decía que ella no limpiaba bien la posada, ella le acusaba a él de ser un vago que no llevaba bien las cuentas. Uno decía que la cerveza no estaba macerada, y no tenía qué darle a los clientes; la otra, que las discusiones con los cazadores habían dejado sin carne la despensa. Ambos ya muy delgados, gritaban enrojecidos ante la mujer de los ojos vendados. La mujer se levantó del taburete, y atravesando la barra, se encaró hacia ellos. Los posaderos empezaron a gritarle a ella, diciéndole que no debía pasar al otro lado, pero ella les ignoró. Simplemente cogió la mano del posadero, y la colocó en el vientre de su mujer. Luego dijo:
-Ella no te lo quiso contar, porque estaba enfadada contigo, pero no es bueno que se enfade, ni que esté tan delgada, teniendo que cuidar este fruto que lleva en su vientre.
Cuando la mujer ciega salió, ambos habían hecho las paces. Entonces un siervo del Sargento D se puso enfrente suya, y le dijo en susurros:
-No tienes derecho de hacer eso, seas quien seas. Ellos dos debían seguir discutiendo.
Ella le respondió:
-Tú no eres quién de decir qué tengo derecho a hacer o no, siervo de la sombra. Huye de la luz, que no es este tu lugar.
El siervo siseó, pero obedeció la orden de la mujer. La ciega se dirigió entonces con paso firme hacia el ayuntamiento, escuchando las discusiones y peleas que le rodeaban, hasta llegar a la puerta. Allí había otros dos siervos, al cobijo de la sombra.
-Apartad -dijo ella-. He de hablar con vuestro Sargento.
-No nos apartaremos, mujer -sisearon.
Ella asintió, y echó hacia atrás su capa, para mostrar una armadura roja, un pesado libro encadenado al cinto, y una espada envainada. Los siervos rieron.
-¿Cómo puede una mujer sostener esa espada; cómo unos ojos ciegos guiarán su mano hasta su objetivo? No nos hagas reír.
Pero ella desenvainó la espada, y esta no tenía filo, era sólo un mango de oro. Los siervos rieron más aún, pero la espada sin filo giró, y cortó las cabezas de ambos, deshaciéndoles en humo. La ciega entró en el ayuntamiento y se encontró con una multitud de siervos, tan juntos que se fusionaban unos con otros. Pero retrocedieron ante la espada, dejando un pasillo hasta el trono donde estaba sentado el Sargento D. Era delgado, calvo y de piel amoratada, con las venas de su cráneo muy prominentes, como si siempre estuviera enfadado.
-¿Quién eres tú y qué haces aquí? -preguntó el Sargento.
-Yo soy la guerrera ciega, aquella que combate al Caballero de la Máscara Blanca. Soy la que recuerda, la que mata sin herir y cura sin tocar.
-No podrás vencerme tan fácilmente como a mis siervos, guerrera ciega.
-Ya he vencido.
El Sargento D frunció el ceño, y entonces escuchó lo que no había escuchado en quince años: el silencio. Nadie más peleaba en el pueblo, y no acertaba a conocer el motivo. Apartando a sus siervos, salió dando zancadas del ayuntamiento, y buscó por doquier alguna discusión. Pero el pueblo estaba desierto. Al fin, encontró a todo el mundo en la posada. Y sonreían todos, silenciosos, mirando la mujer del posadero, la futura madre. Algunas mujeres habían traído algo de la poca comida que quedaba, y los cazadores habían hecho las paces para traer carne que alimentara a la nueva madre. El Sargento D estaba aún más furioso, tanto que no notó la mano que se posaba en su hombro hasta que tiró de él. Era la guerrera ciega.
-Sargento Discordia, ya este pueblo no te pertenece. Sus habitantes han enterrado sus rencillas, porque es más importante que la vida siga que enfadarse los unos con los otros. Desaparece al fin, hijo de la sombra, Sargento del Señor de la Espada Invencible.
El Sargento D desapareció, y la guerrera ciega se marchó del pueblo, que comenzaba a renacer. |