Debajo de mi cama no solo hay tierra que se junta cuando paso la escoba a medias.
También tengo secretos. Un diario de vida que conservo desde pequeña, un vibrador, una muñeca Barbie que le robé a mi hijita (perdóname Señor) y un país de gente pequeña.
Cuando me aburre la televisión, el diario, o mi marido. Y especialmente cuando estoy sola, hurgo debajo de mi cama y jugueteo con mis cosas.
Luego escribo mis experiencias en el diario.
Pero no todas. Nunca sabrán lo que hago con el vibrador.
El país de la gente pequeña lo saco a veces. De cuando en cuando me pongo siniestra y los inundo con un vaso de agua. Muchos mueren ahogados. Esa es la parte divertida. La parte insoportable son los gritos de la gente y los llantos en los funerales.
Cuando me arrepiento de mi maldad, les lanzo dulces. Entonces ellos creen que son chocolates gigantes que llueven del cielo y que su dios les manda en señal de cariño por tanto sufrimiento que les provoca la demonia.
Pero lo que más me gusta son los terremotos. Con sólo mover un poco esa cajita se les derrumban sus casas y como en las inundaciones muchos mueren.
Me gusta el poder que tengo sobre ellos. Por que ellos saben que soy la demonia, pero lo que ellos no saben es que también soy su dios bueno. Ellos saben de mí, pero no todo. En cambio, yo se todo sobre ellos.
Cuando al fin me entra el sueño, dejo al país de la gente pequeña tranquilo. Aunque son trabajadores no se siente su ruido, pues son tan diminutos que no se escucha.
Así, ellos hacen su vida, sus guerras, sus amores, sus hijos, y yo mi vida, mis guerras, mis amores, el vibrador y la televisión.
Una noche me pareció sentir un bullicio en la calle, pero me asomé y no había nada. Entonces me acosté.
Desde ese día comecé a tener extrañas picazones.
Entonces decidí ser más aseada, barrer más la pieza y echar insecticida. Estaba invadida de pulgas y me picaban mucho las piernas.
Me costaba quedarme dormida aunque igual lo conseguía. Me dormía en paz.
A veces pasaban semanas en que no me acordaba de todo lo que había bajo mi cama. Cuando uno tiene el control no tiene de qué preocuparse.
Pero las picazones volvieron, a pesar de las medidas de higiene que tomé. Entonces y solamente entonces caí en cuenta de que nunca le quité las hachas a los leñadores.
Me metí bajo la cama y el país seguía su actividad normal. Lo único extraño era que ya no estaban cortando los árboles. Comprendí entonces que había comenzado la guerra. |