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Es difícil remontar el tiempo exacto de un recuerdo de niñez, a veces simplemente nos viene por asociación, por una visión fugaz de un objeto o la vivencia de una situación nos hace ver en nuestra mente, con absoluta claridad, el recuerdo, la vivencia, el instante que sin duda fue irrepetible, pues nuestra memoria lo retuvo a pesar y en el pasar de los años. Fue esa la sensación que pude experimentar al empujar el enorme portalón de la casa solariega de mis abuelos, aquella casa donde largas temporadas estivales pasamos de pequeños, rodeada de los campos donde magullábamos nuestras rodillas, con mil y un rincones donde esconderse, mil aventuras que vivir en aquellos enormes espacios, al menos en aquellos años nos parecían enormes. Con sigilo, como si esperase que alguien pudiera oír mis pasos, me adentre en la vieja biblioteca, salón donde los entonces adultos, pasaban largas horas frente al fuego, fumando interminables cigarros con aroma a vainilla y debatiendo hasta la alta madrugada sobre los problemas del mundo, discusiones donde cada uno aportaba su solución para todo, todas ellas acertadas y todas ellas del todo imposibles de materializar.

Sentía escalofríos al notar el crujir de la tarima sobre mis pies, pero no fue esa la sensación mas cautivadora que mi persona sufrió al entrar en aquella estancia, pues no se el tiempo que paso, ni cuanto estuve allí parado, pero lo único cierto es que al ver el enorme ventanal donde permanecíamos sentados los días de lluvia quede paralizado por los recuerdos, los cuales, apenas sin ser consciente de ello, me llevaron a revivir la figura de mi abuelo, fallecido ya ni recuerdo hace cuanto, pero el estaba allí en aquella estancia conmigo, podía sentirle y casi oler aquella insufrible loción de afeitado, cuyo hedor siempre desprendía, olí su cigarrillo de picadura, y casi pude saborear aquellos caramelos de violetas que nos compraba en sus escasos viajes a Madrid.

En el recuerdo de mi abuelo, acudieron a mi todas sus enseñanzas sobre la casa, el fue quien nos enseño sus escondrijos, hasta el ultimo rincón, hasta el mas insospechado recoveco donde poder desarrollar nuestros juegos, el nos descubrió antiguos pasadizos que eran usados para eludir las cosas de valor de posibles ladrones en esas largas temporadas en que la casa quedaba desabitada, el fue quien nos enseño a pasar de un dormitorio a otro a través de las cornisas, a correr por aquel angosto tejado, y a llegar desde nuestro cuarto al pajar, y también fue el quien nos advirtió del desván, del único sitio de toda aquella inmensa casa que no podíamos visitar, que nos quedaba terminantemente prohibido, fuera de nuestro alcance.

¿Qué se escondería tras aquella puerta? Lo único cierto es que tras muchos años, nunca antes había sentido la necesidad de saberlo, ni tan siquiera la curiosidad infantil, ni la posterior pubertad, que nos lleva a cometer los mas atroces actos y los mas faltos de cordura, ni siquiera entonces me pregunte que habría tras aquella puerta, nunca antes hasta hoy, hoy sentía esa necesidad, sentía ese desasosiego que jamás antes viví, notaba la incertidumbre crecer en mi y lentamente me encamine pos las angostas escaleras de chirriante madera que conducían a mi lugar prohibido.

Con el tiempo detenido, un canto de niño en mi cabeza y la sensación de estar aproximándome la verdad absoluta, con la ilusión del alquimista cuando cree haber encontrado una respuesta, allí me hallaba, frente a la puerta, aquella que tenia aspecto de no haber sido abierta nuca jamás, con aquella enorme cerradura, que no permitía el paso de luz alguna, o simplemente era que tras ella no había ventana abierta que pudiera emitir luz y permitir ver que había al otro lado.

Al otro lado, ¿Qué habría al otro lado? Nunca abrí aquella puerta, podía haber forzado aquella vieja cerradura, o simplemente tumbado la puerta, pues la casa seria derribada en pocos días, pero no lo hice. Aun hoy me pregunto en mi soledad el porque de no hacerlo, y siempre viene a mi cabeza la misma respuesta, tan sencilla como concisa, tan rápida como certera, pues si mi abuelo jamás tubo reparos en nuestra seguridad al enseñarnos todo lo que nos mostró, y si el tenia especial interés en que la puerta permaneciera cerrada ¿Quién era yo para abrirla? ¿Quién era yo para hacer lo que no me estaba permitido? Si al ser humano se le considera adulto cuando asume sus actos y acata sus deberes sin plantar rebeldía, fue sin duda en ese momento cuando yo me convertí en adulto, si es que alguna vez uno llega a ser del todo un adulto.

Texto agregado el 15-03-2005, y leído por 117 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-03-2005 Tu abuelo era muy especial. Me ha encantado tu texto. Un beso eloisa
 
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