"Narcolepsia. Tienes narcolepsia", sentenció mi doctor como si yo entendiera el lenguaje médico, como si él pensara que yo también estuve en la facultad de medicina siete años como él, pero no, me dice así, el muy imbécil, con un acento irónico: "te digo que tienes narcolepsia".
Tras una hora de interrogatorios (que incluían mi venganza por no hablarme en castellano), entendí que era narcoléptica, no epiléptica como me pareció al principio. Narcoléptica.
"Te quedas dormida en el lugar y momento menos pensado. Esto no tiene cura pero si tomas unos medicamentos y tratas de estar acompañada siempre, creo que no tendrás problemas. Ven a verme una vez cada dos meses". Así, transpirando por haber tenido una sesión tan larga, mi neurólogo me acompañó hasta la puerta de su despacho y prácticamente me arrojó de la consulta.
Salí a la calle con mi bolso y una receta en la mano. Ahora tenía que buscar una farmacia para comprar mis remedios de narcoléptica.
Nunca me había sentido tan desamparada. Jamás.
Tenía miedo de dormirme, así que me puse a cantar. La gente que pasaba se reía pero disimulaban como si yo no me diera cuenta de sus burlas. Qué remedio. Cantar hasta llegar a la farmacia.
Caminar y cantar. Tenía miedo de tomar un autobús o un taxi. Era un ser absolutamente indefenso. Más que un insecto, más que un pájaro. Incluso podría ser presa de un gato pequeño.
Tarareando la Pequeña Serenata Nocturna (perdóname Mozart por lo desafinada), divisé a lo lejos, unas cuadras más allá, una farmacia. Apuré el tranco y canté y grité como loca (creo que ya me diagnosticaron de loca). Como fuera tenía que llegar a la farmacia.
Por fin traspasé las puertas del negocio. Pero para mi desgracia había que tomar número y el local estaba lleno. Me tocó el 101 B y recién llamaban al 84 A.
Empecé a temblar. Un miedo pavoroso, infinito, recalcitrante se apoderaba de mí cada vez más y más hasta liquidarme. Ya no tenía fuerzas para cantar y caminaba entonces por los pasillos mirando shampoos y cremas, algodones y cepillos de dientes mientras mis oídos eran torturados por el lento sonido del avanzar de los números.
"¡siento uno bé¡"; "¡101 bbbbb¡"....gritó una mujer que me provocó más miedo.
Temblando me acerqué con mi número. La quedé mirando. Era vieja. Seguramente le quedaba poco para jubilarse y el tema de la buena atención al cliente no era un concepto asimilado por ella.
"¿Qué necesita?", me dijo, parca. "No me escucha"?- "Señora hay mucha gente, no se quede callada y diga qué cosa quiere".
La empecé a ver nublado y estiré mi mano derecha, donde tenía mi receta. "Mire, tengo narcolepsia, una enfermedad muy peligrosa, aquí está la receta con los remedios que debo tomar desde este mismo segundo"- "Aquí no hay nada señora. Tiene un papel en blanco. Busque en su bolso".
No podía ser. Yo no quise guardar la receta en el bolso. La quería en mi mano, bien asegurada. Igual busqué en el bolso, pero no había nada. Sólo la billetera.
"No sé que pasó"- dije (estaba trémula). Pero vengo del médico y me dijo que tenía narcolepsia. Véndame lo que tenga para eso. Aunque tenga este papel en blanco.
"Mire señora. Esos medicamentos se venden con receta retenida. Son drogas. Yo no le puedo vender nada- ¿Necesita algo más?- hay mucha gente esperando".
Me quedé parada mirándola con odio. La quería matar pero ya el sueño y los nervios me vencían. La vieja se desdibujaba ante mí y la farmacia también. Era otro ataque de narcolepsia. Todo se fue a blanco mientras el cuerpo me tiritaba.
Desperté en una sala de urgencias. Tenía puesto un suero. Bueno -pensé- no fue todo tan malo. Por lo menos estoy en un centro médico y seguramente me están administrando mis drogas para la narcolepsia.
Veía muy borroso pero me sentía bien. Estaba tranquila y la pesadilla de la farmacia había quedado atrás.
Pasaron horas así y nadie llegaba. Como ya llevaba mucho tiempo me dió frío y sentí como la noche caía. No entendía por qué nadie se me acercaba. Veía transitar enfermeras y doctores y todo tipo de especímenes médicos de un lado para otro y nadie reparaba en mí.
Entonces recordé a Mozart. Su Pequeña Serenata Nocturna que me acompañó en el arduo camino a la farmacia. Me puse a silbar y a tararearla con toda mis fuerzas.
Parece que causé alboroto porque se me acercó por fin una enfermera. Era vieja. Era muy parecida a la vendedora de la farmacia. "Por fin despertó señora. Creíamos que estaba muerta. Ni se movía", me dijo asustada. "No. Cómo? le respondí, si me puse a cantar e hice tal ruido que por fin atraje su atención. Llevo horas aquí", le contesté enojada.
"No señora. Usted no lleva horas aquí. Hace apenas 15 minutos que ingresó y un médico que la evaluó le diagnosticó un ataque de epilepsia además de una fuerte alza de presión. Se están preparando para hacerle los exámenes y darle medicamentos. Usted es epiléptica".
Me quedé más muda que cuando era un feto en gestación. Me dejé llevar, hacer los exámenes y a las tres horas me dieron el alta.
"Tienes epilepsia. Esto no tiene cura pero si tomas unos medicamentos y tratas de estar acompañada siempre, creo que no tendrás problemas. Ven a verme una vez cada dos meses", soy neurólogo, dijo el médico sonriendo.
Salí del hospital con mi bolso y la receta en la mano. Tenía miedo, más miedo que nunca. No me diera un ataque de epilepsia. Ví que había una farmacia cerca. Aferré la receta a mi mano y caminé tarareando a Mozart en dirección a ella.
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