La conocí en primavera, es decir, la conocí en flor. Estaba rebosante, pletórica, llena de vida. Su hermosura trepidante, sus ojazos de tigresa me prendaron por completo, me rendí a su belleza. Y dejé a un lado todos mis destinos para unirme al de ella
Nos casamos en verano, con calor, con pasión. En un jardín lleno de flores, de umbría vegetación, su belleza ya madura centelleaba a vivo fuego. Su cuerpo era un diapasón. ¡Uf! Señores, que beldad y qué verdad.
De inmediato nos trasladamos, con todos nuestro enseres, a una casa algo chiquita, con amor, todo se puede. (al menos, eso dicen). Los ingresos escaseaban, ella apenas trabajaba, se pasaba frente al espejo devolviéndose la mirada. Qué poco me importaba aquello, total, cuánto la amaba.
Pronto llegó el otoño con un colchón de hojas secas y su cuerpo, otrora terso, abultaba tras la solera. La inactividad, según creo. La mala vida que le he dado, según ella. Lo cierto es que de su encanto, que me prendó en primavera, hoy sólo quedan colgajos, kilos que sobran, demasiados, mucha cerveza.
Hoy hace frío, es invierno y estoy solo. No hace mucho que, entre gritos, me desprendí de la obesa. Se fue con gran escándalo de mañana, trasnochada por la pelea. No quiero, siquiera un minuto, acordarme más de ella. Por herencia me dejó la ruina (alimentar un mastodonte, créanme, es pega. Y no es sólo lo que comía, tomaba mucha cerveza), y el desamor... que no se cura tan fácilmente como el dolor de cabeza. Solo restaño mis heridas, por ahora me consuelo con Manuela, pero...¿Quieren que les diga algo?...Ya mañana vendrá La Primavera.
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