Panchita Patata Cara de Melón era su nombre, al menos, el que su padre le puso cuando su cabeza tomó la graciosa forma amelonada que la caracterizaba, luego, con el tiempo, le colocarían un nombre convencional de esos de entre 4 y 6 letras seguido de dos apellidos por las burlas que la crueldad infantil arrojaba contra tan curiosa criatura.
Panchita era una de esas personas que sólo se encuentra si uno va fijándose bien y es normal, que a diario, entre el bullicio de la rutina, la gente no se detenga para activar todos sus sentidos en la búsqueda de seres y cosas especiales, así que para la mayoría Panchita era una niña más.
Si algo la caracterizaba era su físico: una bonita cabeza con forma de melón coronada a ambos lados por dos coletas con tirabuzones castaños que caían sobre sus hombros y siempre iba adornado con lazos de colores, unos ojos grandotes y una naricilla que parecía, por su curvatura, querer hacer cosquillas a la gran boca de fresa; ya más abajo, Panchita tenía un enorme antojo que le recorría medio brazo y que la gente se empeñaba en observar como si de algo alérgico se tratase mientras que para ella no era sino un dibujito que el médico le hizo en el momento en que nació para distinguirla de los otros diez niños que nacieron el mismo día ¡imaginad qué follón se podría haber montado si Panchita hubiese ido a parar a una casa equivocada!. Un ombligo que saludaba al curioso que se asomara daba paso a dos cortitas piernas, acabadas en dos pequeños pies de los que sobresalían gallardos dos dedos (los segundos empezando a contar por el gordo), pie egipcio como lo llaman algunos.
Panchita era un despiste, desde pequeña se empeñaba en pensar y hacer aquello que no correspondía al momento preciso, así, un día cuando sonó el despertador para ir al colegio, totalmente adormilada, se levantó automáticamente de la cama, fue directa hacia él, lo tomó y…se lo tragó, sí, así es, se lo tragó, durmió con la nana del tic tac y no se dio cuenta de lo que había hecho hasta que dos horas más tarde su madre entró de sopetón en el cuarto y le espetó -¡Panchita, te quedaste dormida! Corre, quizás aún llegues a la 3º hora, ¿no te sonó el despertador? ¿Panchita, hija y el despertador? Por Dios ¿qué has hecho con el despertador? ¡Panchita!-. Fue la 1ª vez que la niña con cara de melón visitó el hospital, todos los médicos fueron muy simpáticos y le dijeron que si estaba tratando de emular al cocodrilo de Peter Pan, pero Panchita no se aburría tanto como para atarearse de ese modo.
Un par de años más tarde, le colocaron un aparato en los dientes de los que sólo se ponen de noche para corregir la forma de masticar, pero el odontólogo desistió en su empeño cuando la niña, nuevamente sonámbula lo dejó sucesivamente: dentro de un zapato, en la esquina de la cama donde se acumulaban los pelos de Bobi, su perro, dentro de una caja de música que estaba en el cajón de la mesita de noche…
Despiste tal que al cabo de 10 años, cuando Panchita ya contaba 22 años de edad, sus padres encontraron una tostada fosilizada cuyas migas se habían fundido con los hierros dentro del antiguo tostador metálico ya desechado.
La familia había optado por colocarle un pizarrín al cuello, donde apuntaban con letras mayúsculas aquello que debía hacer o recordar, y junto a la pizarra, las llaves de casa, que jamás llevaba -¿para qué si siempre hay alguien que pueda abrirme?- decía.
De muy niña Panchita jugaba con las cochinitas del parque, sí, esos bichillos de color negro, múltiples patas y que se encogen haciéndose una bolita cuando se sienten amenazados, pero cuando su madre estuvo a punto de sufrir una congestión cuando la niña le ofreció una bolsa de pipas repleta de cochinitas, optó por jugar con los ciempiés de la piscina de arena del cole. Primero, hacía una montaña en forma piramidal en cuya cúspide practicaba con un palito un agujero profundo, luego, cogía un ciempiés, lo introducía allí y sellaba el agujero. No es que a la niña le gustase maltratar a los animales, sino que deseaba que desarrollasen aptitudes para la supervivencia en medios hostiles. No obstante, años más tarde, dejó de entrenar animales para tal fin y simplemente se dedicaba a jugar con todo animal de cuatro patas y rabo que se cruzase en su camino -¡mira, mamá, un perrito!- ¿perro? Aquello no podía ser un perro, en todo caso una salchicha que se había escapado de la freidora.
Panchita creció como lo hacen los niños, las coletas y los lazos se fueron como lo habían hecho las cochinitas del parque, pero aún de cuando en cuando escucha en sueños un tic tac que la hace sonreír y enroscarse como una croqueta en la cama recordando viejos tiempos de sol y juegos.
Espero que haga las horas de hospital más llevaderas. Muaka |