Ese día me sentí muy especial. Esa tarde yo era toda una artista. Mi padre me había entregado su pincel, y fue como haber recibido las llaves del reino de manos del rey, la entrada al castillo encantado, a la puerta cerrada y llena de misterios por la que nadie más podía atravesar.
Esa tarde él puso su pincel entre mis manos, me sentó junto a su banco carpintero, sobre el cual se encontraba la botella de vidrio verde oscuro, los tarritos de pintura de diversos colores, un recipiente con diluyente para limpiar el pincel luego de usar cada color, y toda mi emoción de niña vaciada sobre el largo mesón de tosca y rústica madera llena de marcas, rayas y manchas, huellas de tantos trabajos anteriores que mi padre había realizado sobre él.
La agitación que me embargaba parecía llenar por completo el cuarto aquel, ese era su taller. El refugio donde mi papá cada día luego de llegar de la oficina, abría la puerta hacia la fantasía, hacia sus sueños, donde la creación fluía de su mente y se hacía realidad a través de sus dedos, en esos hermosos oleos, sus tallados en madera, los repujados en cobre, y todo el arte que nacía en su interior y que con un lápiz, un pincel, una gubia o simplemente con sus manos, convertía en hermosos objetos que adornaban nuestro hogar en la ciudad de Peumo de mi niñez.
Yo tenía cinco años, y estar en ese taller que era el lugar secreto de mi padre, que era su mundo, su isla de la fantasía, ese sitio tan especial al que por fin yo había logrado llegar, fue como descubrir que la magia existía, y el misterio que envolvía esa habitación ya estaba frente a mis ojos de niña maravillada.
Me encontraba entre esos largos mesones para trabajos manuales, varios caballetes con cuadros a medio terminar cubiertos por limpios lienzos, y otros ya terminados que colgaban en los muros de color amarillento.
Cajas de pomos de óleo y pinturas diversas, frascos repletos de pinceles de diferentes tamaños y formas, sumergidos en diluyente completamente turbio, trapos manchados de tonalidades diferentes de tanto limpiar sus manos, una paleta de pintor, como mudo arco iris que mostraba una gran gama de coloridos y mezclas diversas en su superficie, utilizadas en trabajos anteriores, soporte de tantos sueños logrados, manchada de tantas historias, unas terminadas, otras aún inconclusas. Me agradaba ese nuevo mundo recién descubierto, con sus aromas fuertes a líquidos desconocidos y propios de un taller.
Observaba a mi padre, con ese delantal de gruesa lona azul, que lo protegía de las manchas que sin pensar y sin querer siempre le saltaban en la ropa o se pegaban en sus manos, pero que eran marcas de felicidad, pequeñas banderolas erguidas en las torres de su castillo, tatuajes inconscientes de sus momentos de grandeza, de horas en las que su sonrisa bailaba en torno a sus pequeñas grandes obras maestras.
Y yo, sentada en su alto taburete, cual princesa en su trono dorado rodeada de pieles y joyas, comencé a pintar pequeños círculos de todos los colores sobre la brillante superficie de esa verde botella, al tiempo que mi emoción crecía con cada nueva pincelada y cada nuevo manchón.
Estábamos juntos, papá y yo, unidos en el silencio de palabras que no necesitabamos pronunciar. Sólo nos bastaba cruzar una mirada y esbozar una sonrisa para que nuestra conexión estuviera hecha para siempre. Cada uno pintando un sueño. El tiempo había detenido en ese instante su tic-tac, y ya las horas eran nuestras, mientras, dentro de esa habitación, todo transcurría como en cámara lenta.
Acerqué mi pincel al recipiente del diluyente para limpiarlo por última vez.
Había concluido mi obra, la botella se veía radiante luciendo en toda su superficie los círculos de todos los colores existentes en el universo, y luego de haber limpiado el pincel, en un movimiento totalmente imprevisto e involuntario, di un topón con mi mano a la botella, la que perdiendo el equilibrio cayó sobre el mesón, rodando hacia el borde mientras yo la miraba casi enmudecida, en una mezcla de sorpresa y estupor mientras caía en esa lentitud de arenas del tiempo detenidas, convirtiendo en casi eternos esos segundos de angustia e impotencia infantil al tener plena conciencia de lo que estaba a punto de suceder.
La botella decorada con tanto amor por mi mano, con tantas ilusiones, donde había plasmado todas mis fantasías y sueños de niña de cinco años, dio un último giro antes de estrellarse estrepitosamente contra el suelo de cemento, haciendo saltar hacia todos los rincones de la habitación los pequeños y medianos fragmentos de vidrio decorados con pequeños circulitos de colores.
El tiempo se detuvo totalmente en ese instante y todo pareció congelarse. Nos miramos con mi padre largamente, mientras yo luchaba a duras penas por sostener en el borde de mis ojos las lágrimas que estaban a punto de caer, junto a la tristeza de mi corazón roto igual que la colorida botella.
Papá se acercó a mi lado, enjugó con sus dedos las pequeñas lágrimas que ya casi rodaban por mi cara, y luego tomando mis manos entre las suyas tiernamente, me dijo:
_ “Hija mía, el mejor momento del viaje, cuando más se disfruta, es mientras cabalgas sobre la ilusión de tus sueños, y eso vale más que el momento de llegar a destino. Recuerda eso siempre, y esos minutos guárdalos eternamente dentro de tu corazón, porque ellos alimentarán tus futuras tristezas.” _
Hoy, cuando mis hijos ya son grandes, aún recuerdo esa experiencia que guardé para siempre en una burbuja del tiempo de mi infancia, esos segundo mágicos y eternos en que mi mano sostuvo ese pincel y pintó en esa botella mis primeras ilusiones de niña.
Y hoy sé que esa hermosa vivencia, esas maravillosas escenas compartidas con mi padre, en ese taller de los recuerdos, seguirán para siempre en mi memoria, dentro de ese hermoso cofrecito dorado donde guardo con tanto amor todos mis minutos, horas y días de felicidad plena, y al que aún le queda tanto espacio por llenar.
Ahora, imagino a mi papá que me mira desde el cielo, con una sonrisa en sus labios, al tiempo que pinta sobre las blancas nubes, con un mágico pincel, esos hermosos arreboles rojizos que tanto me enseñó a amar, en esos lejanos atardeceres de oro, observando sentados los dos bajo el parrón, en uno de esos silencios que nos unían tanto, los últimos rayos del sol deslizándose tras los interminables cerros de la costa, como una muda despedida.
Y en un silencio muy mío, sumida en mis pensamientos, permanezco algunos instantes disfrutando también este colorido atardecer, mientras una bandada de blancas garzas atraviesa el cielo lentamente en un regreso a casa, reflejando en su hermoso plumaje el dorado rojizo de los últimos rayos del sol.
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