mariaclaudina
El crimen del dentista.
Terminó de cenar y levantó el único plato de la mesa. Lo dejó en la pileta de la cocina sin lavar; ya se encargaría la mucama al día siguiente. La enorme casona parecía más fría esa noche, los pisos de madera crujían extrañamente y las cosas habían tomado formas imposibles.
El Doctor caminó arrastrando las pantuflas hasta la habitación de su madre. Ella dormía con el sueño pesado de los justos. Él vio como su pecho se elevaba con cada inspiración, para luego arrojar el aire al vacío con un estertor violento. El cabello gris, durante el día prolijo en peinado de alto, yacía desparramado por toda la almohada. Si no hubiera sido por el ruido sordo de los ronquidos, nada la habría diferenciado de un cadáver.
Apoyado en el marco de la puerta, el Doctor veía como su propia vida se le escapaba de las manos. De pronto una imagen se proyectó frente a sus ojos con la claridad de un film: él se acercaba a la cama, tomaba el almohadón de seda rosa de la silla y con infinita dulzura lo apoyaba sobre el rostro de la anciana. Sabía que no necesitaría ejercer demasiada presión, y que nadie habría sospechado de ese hijo que con tanta devoción la había cuidado, relegando su propia felicidad por tan ingrata tarea.
Sacudió la cabeza, intentando apartar ese pensamiento como quien sacude la tierra de una alfombra. Con los huesos doloridos llegó hasta su cuarto, el mismo que había ocupado durante toda su vida. De un viejo ropero sacó la botella de wisky y, sin detenerse, bebió más de la mitad.
En estado de semi conciencia llegó a desparramarse en su cama.
Sí, quizá se estaba volviendo alcohólico, pero... era ese verdaderamente un crimen?
AnitaSol
El crimen del dentista
Busqué alrededor tratando de rearmar el escenario. Sobraban la cartera y las llaves, lo demás estaba como lo había dejado.
Miré mi ropa, no había vestigios de sangre. Me quité los zapatos, caminé sopesándolo todo. Mi pasmosidad me espantaba.
Acababa de matar a alguien, debía gritar o por lo menos enloquecer, delirar.
Encendí un cigarrillo, luego otro. El tercero me despabiló del todo.
Tenía que pensar, huir, planear una coartada. ¡Tenía tanto que hacer!
Lo primero sería dejar esta casa infame como si nunca hubiera regresado, continuar la vida como si de verdad hubiera tomado el colectivo a Concordia, como si ya estuviera lejos de la farsa de mi vida.
Bajé por las escaleras deseando que el portero no estuviera, que nadie se cruzara, que el mundo desapareciera.
Crucé la calle y me perdí en el anonimato de la medianoche.
Anduve sin rumbo, sin mirar, sin oler, como una autómata. Mi única compañía era la conciencia que se aferraba a mis cabellos y me hacía trizas la cabeza.
Ya no podía pensar, el peso de mi delito me aplastaba bajo tierra hundiéndome hasta el abismo.
Recién en la comisaría pude respirar, aflojarme y llorar. Llorar por el muerto, por la amante del muerto, por mi vida destruida, por Concordia, que queda muy lejos, por las vocaciones frustradas, por lo que no fue.
Llorar como cuando estoy desesperada, partida por dentro, muerta, como el dentista que fuera mi esposo y al que dejé tirado como un perro en mi casa. ¿O era en la calle, o en su consultorio, o con su amante?
A esta hora ya no podía discernir, me hacía falta dormir, relajarme...
Desperté junto al muerto, como no podía ser de otra manera, él soñando con una joven, yo deseándolo todavía, aunque hubiera estado a un sueño de matarlo.
Abin_sur
El crimen del dentista
-El tártaro de los dentistas es el peor de todos- y mientras me charlaba Don Augusto sobre los pormenores de las cuantiosas moradas de Lucifer, que, claro esta, representaban cada una de las ocupaciones que el hombre ha sabido ejercer, me sonreía mostrando las encías de un color ocre, cercanas a la podredumbre.
- He conocido un trovador que fue enviado por error al infierno de los dentistas Martín. Al pobre se lo confundieron, y, según me contó una noche de atroz borrachera, lo torturaron durante semanas con el aparatito silbador en los oídos. Eso no es todo nene: por las noches todos los pacientes que hubo atendido el odontólogo lo someten a los idénticos procesos que han sufrido en vida. El trovador refirió que le sacaron 107 veces la muela de juicio en hora y media.
Augusto me narró tantas cosas del averno aquella noche que a duras penas logré conciliar el sueño. Antes de terminar el paquete de galletitas, me confesó que existen dentistas particularmente malvados que sospechan que el Ratón Perez no existe, y no tienen mejor ocurrencia que hacérselo saber a los niños inocentes.
Por esta pequeña confidencia, estos sujetos se condenan por toda una eternidad.
Ahora que soy grande y ya no me asusto con las barbaridades que me cuenta el tío me parece notar que algo yacía oculto detrás de sus palabras. Palabras que despertaban en mi pequeña imaginación espectrales sombras y vagas sospechas. Presunciones que luego sostendría con ímpetu al comprender la real profesión de Augusto- poeta- y sus historias, como una difusa metáfora hacia su padre, el dentista, y un modo triste de vomitar la ausencia de una sola y gastada monedita debajo de su almohada, en lugar del diente de leche. |