OCRE BRUTO
Alejandro se levantó desde entre unos botes de basura. El calor era considerable: al abrir los ojos, la luz dorada del astro le golpeó los ojos con fuerza. Los entrecerró. Miró hacía arriba, y el cielo era más celeste que el mismo color. ¿Dónde… demonios estoy? –pensó. Al colocarse de pie, advirtió la resaca prominente como un mazo machacando ferozmente al ritmo de su corazón, todo el mar dentro de su cabeza intentando salir. Pensó en su hígado. Había un sabor amargo en su boca seca como una roca desértica. Intentó tragar algo de saliva. No pudo. Lo olvidó.
Tomó su diablo, herramienta indispensable para todo el qué hacer humano –según él– que estaba bajo un periódico, y lo guardó en el bolsillo derecho de su jeans negro. Aún sentía los embates del ácido en su cabeza. Aquel torbellino.
La calle se perdía sobre un horizonte árido y seco. La calle en su superficie era de una tierra color damasco tranquila. Caminó hasta el primer sitio que tuvo las puertas abiertas. Entró, miró el reloj que colgaba de la pared de barro brusco. Las doce del día. Un tipo con dreads ojeaba una revista de farándula. Alejandro eclipsó la entrada.
- Dame una cerveza, helada, rápido –dijo.
El rasta-camarero le quedó mirando. Tenía un aspecto vaganbundesco.
- ¿Que? ¿no entendiste? ¡Una cerveza, demonios!
- Si, si, hermano –dijo el rasta– lo que pasa es que, bueno, no sé si usted tiene para pagar.
Alejandro sacó su billetera empolvada de desierto, y le dio un Prat.
- ¿Ahora lo crees, Rastafari de mierda?
- ¡Hermano! No hay necesidad de insultos.
- ¡Entonces trae la puta cerveza!
El rasta se perdió por la cocina rápido como un lince. Volvió con la botella de cerveza de a cuarto, sonriendo. Desde bajo de la barra rescató un aparato para destaparla, metálico, plateado, brillante, puntiagudo.
- ¡No la destapes! –gritó Alejandro.
- ¿Cómo?
- No la destapes, yo lo hago.
- Pero señor…
- Dije ¡que yo la destapo!
El servidor dejó la botella de cerveza en frente de Alejandro y pensó, por Jah, ¿de dónde habrá salido este huevón tan rayado?
Alejandro, descubrió su diablo y el rasta pareció asustarse. Retrocedió expectante. Con la parte inferior del diablo –donde salen las dos cuñas– y en un movimiento rápido y preciso hacía el celeste cielo desértico, destapó la cerveza. La tapa voló por los aires y cayó al piso marrón. El mozo se sorprendió. Alejandro guardó el diablo.
- ¿Dónde aprendió eso? –dijo el rasta sorprendido de ver que el gollete estaba intacto.
- En Estados Unidos.
- ¿Es usted de allá?
- No.
- ¿Entonces cómo?
- Lo vi por la tele. Oye, voladito, ¿Dónde encuentro la calle Aconcagua?
El camarero le miró algo desconcertado, luego se incorporó.
- Oh, mire, sale usted por aquí, por San Sebastián, y luego empalma con El Roble; dos cuadras al sur de El Roble está Aconcagua. San Pedro no es tan grande, señor.
- Vale, HERMANO. Dale saludos a Selassie de mi parte.
Las calles de tierra resplandecían con un ocre bruto, polvoriento, afuera. Alejandro no se imaginaba que las calles fueran de otra manera. Todo estaba muy bien así. Bastaba con imaginar aquellas místicas calles asfaltadas y todo estaría fuera de lugar inmediatamente, incluso él. Le gustaba ver sus botas bañadas en la punta por el polvo levemente anaranjado del desierto. La temperatura seguía subiendo con el sol, que se hacía más grande y luminoso como un circular y potente espejo rutilante. Alejandro sudaba con aquel jeans negro adherido a su cuerpo.
La escasa gente que deambulaba por ahí, le evitaba como si fuese un trozo de algo despreciable. No estaban tan lejos. Hedía. Alejandro caminó sin mirar a nadie, sin levantar la cabeza. La gente que le hubiera gustado ver caminando por las calles había muerto hacía más de tres siglos atrás. De pronto, pasó por aquel bar al aire libre que tanto le gustaba al llegar a San Pedro de Atacama. Las copas estaban ahí, como si nadie las hubiera tocado, como si ningún alcohol se hubiera derramado, como si la noche anterior a ese día jamás hubiera existido. Siguió adelante, comenzaba a reconocer todo el lugar. San Pedro de Atacama, vacaciones, Lilith, la Miss Chile… El Padre Le Paige. Misterio y tranquilidad. Cinco manzanas de adobe muy antiguo y la casa de Pedro de Valdivia hecha un local de Artesanía con olor a pasta base, con una locataria chola y con los ojos abiertos, sin voz, igual como las figuritas atacameñas que tenía en un mesón puestas a la venta. Al llegar a la plaza principal del pueblo, se recostó en un banco y quiso mirar las aves, palomas. Pero no había aves. Ni abuelos arrojando migajas de pan como sembradores de esperanza y futuro. No, en su lugar había muchos gringos con equipajes grandes a cuestas, probándose toda la mierda artesana que habían conseguido. Chalecos, pulseras, atuendos típicos, gorros, etc. Y por otro lado, los niños y señoras de color canela oscura, en las tiendas, en los bancos de la misma plaza, mirando el cielo, buscando algún nuevo dios, algún cielo aparte de ese.
Alejandro se levantó y se dirigió al hotel. Bueno, era un hotel pequeño. Paso lento, desinteresado, podían volcarse autos a su costado (bueno, tampoco había muchos autos ahí) explotar la gente en trozos en frente, caer desaforados meteoritos a dos metros de distancia, caerse el suelo, pero seguiría caminando, como si atravesara las paredes, como si nada importara.
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