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Roberto de Lara y Rosales se encontraba en plena cima de la Cordillera de los Andes. Una larga hilera de soldados estropajosos colgaba a ambas faldas. El ejército debía apurar el paso. Las noticias habían volado a la velocidad de la luz hasta los detestables oídos de Del Pont, y se disponía todo para la latente batalla, la gran batalla.
Roberto tenía una botella de whisky en el bolsillo de su uniforme de guerra. Su uniforme era azul; chaqueta azul con broches dorados, botas negras hasta la rodilla, pantalón azul. Gorra. Y no quería esta ahí. Estaba ahí contra su voluntad. Una noche, en Santiago yacía bebiendo con algunos vagabundos en esquina de san Pablo y Estado cuando un tropel de patriotas les quitó el material y les apresó. Luego lo alistaron a la fuerza. Debía irse a Argentina en ese mismo instante. Roberto protestó, obviamente en vano. Un buen culatazo en la nuca bastó para caer inconsciente. Despertó en Argentina, Mendoza, adolorido hasta la médula y en un cuartel secreto. O’higgins estaba ahí, con su pálido caracho, mirada celeste, cabello claro, pinta de maricón, amanerado, hablando a una manga de rostros demacrados. Su uniforme por momentos desvanecía toda posible suposición. Pero sus gestos delicados le delataban. Roberto se colocó de pie.
- ¡Hey, camarada! –dijo a O’higgins– ¿Sabes? Creo que han equivocado conmigo, no sirvo para esto, quiero decir…
- Cualquier mierda sirve –interrumpió secamente O’higgins con su andrógina mirada– Ahora soldado, siéntese y espere mis órdenes. –O’higgins continuó– Bueno, nuestro gran camarada José, alzador del magnánimo anhelo y mente creadora de este hermoso sueño de libertad, ha comunicado por medio de sus emisarios secretos que hemos de partir cuanto antes. Se nos acaba el tiempo ¡La patria no puede esperar!...
Roberto se puso nuevamente de pie.
- ¡Vamos, O’higgins, amigo! Demonios, no quiero ir allí, hombre, creo que acribillaré a los de mi propio bando, no entiendo nada de esto…
- ¡Soldado descocado! Irá a defender a su patria –dijo enfurecido– ¡sea como sea!
- No puedes obligarme, maricón.
- ¡Oficiales! ¡Quinientos azotes para el impertinente!
Fuera como fuera, estaba ahí de todas formas, enclavado y cagado de frío, en la majestuosa Cordillera de los Andes. Y eso que era verano en aquellas latitudes. Febrero. O’higgins timoneaba la turba a través de los riscos y peñascos abruptos. Roberto hacía espera del momento justo para desertar. Nunca quiso ser parte del maldito Ejercito Libertador, ni de ningún ejército. Pero ahí estaba. A la mala.
La turba tomó un descanso. Roberto encendió un puro cubano que hurtó a algún oficial.
James era un soldado de los pocos con quién Roberto interactuaba. Se conocieron allí. Roberto le había propuesto la deserción ya varias veces. James decía que deseaba reventar cráneos peninsulares, apestosos cráneos peninsulares y mierdosos. Roberto, no. La guerra no arreglaba nada, decía. Patriotas, Peninsulares ¿No era acaso el mismo cuento? Independencia… independencia, la independencia era para unos pocos. Luego de la guerra, si aún estaba vivo, seguiría con el estómago vacío y más encima lleno de muertos, en las calles del pestífero Santiago. Y si no era él, alguien más lo sería. Daba absolutamente lo mismo.
Roberto de Lara y de Rosales a veces hablaba como un visionario, un pesimista visionario. Sus compañeros de armas escuchaban con atención, en las tardes, durante algún descanso en los riscos. Tenía buena soflama para ser un indigente. Callaba cuando un oficial merodeaba.
- Piénsenlo, amigos míos, –decía con una petaca en su mano y con un puro, en la otra– la independencia es obvio que es solo para O’higgins y todo su mierdoso séquito, es obvio, quiero decir ¿para quién más? Esto es una asquerosa farsa, una horrible farsa. Todo por el poder, la riqueza, el dominio. Harán lo mismo que sus actuales dominadores. La historia no miente, nos avisa, se repite, se viene repitiendo desde hace mucho. Unos siglos mas tarde, aunque estemos bajo tierra, sin esta farsa de vida, aquello será más nítido. No es un juego, esto que digo. No no, no es un juego…
Pegaba un sorbo de whisky entre vocablos. Los demás soldados reían cuando hablaba entre sorbos. Beber estaba prohibido.
El ejército retomó la marcha. O’higgins iba con su caballo, a parsimonioso paso. Roberto iba a pie. Sus dedos sangraban, a veces. Roberto agachó, tomó un pequeño guijarro y lo arrojó directo al cráneo de O’higgins. O’higgins se detuvo ipso facto.
- ¡Quién arrojó aquello!– dijo, iracundo.
Una mano con una cabeza saltaba en el horizonte del batallón.
- ¡Yo, yo! ¡Berni, aquí, AQUÍ! –gritaba Roberto.
- Oh, no. Tú, nuevamente. ¡Descocado!
Roberto corrió hasta el general.
- Amigo, no deseo participar en esto –dijo– ¿en qué idioma quieres que te lo repita?
Berni hizo un floreo algo afeminado, luego dijo:
- ¡AVANCEN!
El torrente humano comenzó a moverse como una tortuga herida. O’higgins dio la vuelta, ignorando por completo a Roberto. Se tendió el soldado en el suelo a curar sus heridas. Las botas estaban pegadas a la carne, fría, dura. No sentía dolor. Al arrancarse su bota izquierda –presintiendo lo que venía y cerrando sus ojos– el dedo más pequeño de su pie salió disparado por los aires y luego fue pisoteado por los caballos. Sacó lo que quedaba de su whisky y le dio un buen trago. Luego roció un poco en las heridas, para controlar la posible infección.
La noche fría como un témpano negro avanzó hasta poblar lo que quedaba de tarde. Se levantaron algunas carpas. Roberto estaba exhausto. Sus heridas punzaban, ahora. Olvidó aquello de las heridas, era inútil. Estiró sus frazadas, y se tumbó a dormir dentro de su guarida de tela.
Cuando abrió sus ojos aún era de noche. Se vistió. Asomó su mirada por el orificio dejado por alguna bala. Nadie merodeaba. Salió al exterior, luego, se largó en una carrera frenética hasta estar muy alejado del campamento. Encendió un cigarro. El último concho de whisky brilló en la noche, luego se vació en su garganta. La madrugada estaba condenadamente fría. Roberto emprendió la marcha, caminado suavemente.
A la mañana siguiente, la masa libertadora continuó el aletargado paso. Nadie percató la ausencia de Roberto. O’higgins llevaba la vanguardia. Dos horas más tarde, mientras pasaba por un sendero, vio una petaca de licor olvidada. Más adelante, un puro a medio fumar, y entre las rocas, un cadáver congelado. Nadie se detuvo a ver quién era.

Texto agregado el 14-03-2005, y leído por 395 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-03-2005 Muy buen texto Mandeville
 
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