Aquella noche parecía la mas fría de todas; tanto que hubiese preferido la calidez de mi aliento como el mas genuino sistema de calefacción, en lugar de su tibia voz.
Mis labios púrpuras y mi piel azulada no parecían un apropiado contraste, estaba perdido en esa nada atractiva gama de tonos fríos la profunda sombra bajo mis ojos; el ridículo mapache.
Como en el más célebre cuento navideño pero carente de toda nobleza recorría absurdamente las calles tratando de encontrar el cliente perfecto, aquel que necesitara cerillos en la más fría de todas las noches (para mi).
Si no hubiese creído que aquella tarea era fácil habría desistido una vez más, una empresa más sin resolver ¡qué más da! ¡un adicto al fracaso!. Sin embargo perecí en mi inocencia... no apareció en ninguna esquina quien se arriesgase a comprar cerillos en medio de la oscuridad. Con la inclemencia del frió que enmudece las manos; de aquel asesino de mis labios, comprendí que nadie necesitaba encender un cigarrillo, al menos nadie que lo buscara en el placentero vació en el que yo estaba dispuesto a vender lo único que alguien me podría comprar. Justo cuando decidí desistir en mi atrevida ambición apareció allí; una vez más... de un callejón lleno de ratas y decorado con basura (hermosamente sucio). Sentí que mi boca rasgada que sangraba para alimentarme todas las noches estaba contenta. Ella se reía de mi, de mi falta de fe en encontrar un fumador compulsivo que osara atravesar la oscuridad para encontrarme allí vendiendo cerillos, se reía como puta ansiosa de convencer a un incauto hombre decrepito de lo irresistiblemente sexy que podía parecer, aunque solamente fuera una momia asexuada, yo era mucho mas comprensivo conocía de su lujuriosa debilidad por otras bocas vírgenes, al menos de intención, al menos en apariencia...
Esa noche que ahora comprendo no era tan fría, no me compro cerillos.
¿Qué hacía yo allí congelando mi alma cuando tenía una sofocante y cálida hoguera que nunca se apagaba esperando por mí?
Desde esa noche cada mañana me levanto e inútilmente intento apagar la chimenea, abro las cortinas y me poso tras la ventana, contemplo cada minuto que pasa y junto a esa maraña de segundos todo lo que pasa por mis ojos. Nada permanece en mi recuerdo aunque yo quiera, esa imágenes borrosas que siento siempre estarán conmigo se desvanecen como el humo, cada instante que pasa borra un recuerdo mas y siento que una mañana no seré más que una hoja en blanco, habré olvidado escribir y con ese último olvido desaparecerá la figura de aquel comprador que aún no comprendo porque no necesita un cerillo en medio de la noche.
Yo se que no tiene con que encenderlo, todavía recuerdo que sin embargo... tiene con que comprarlo.
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