A los veinte minutos de haber regresado a su casa, Javier comenzó a sentir esa misma sensación que continuamente ocurría en él; comenzaba a sudar, se desesperaba, fumaba mas de lo habitual, no sabia que hacer, hasta el momento en el que decidió salir a la calle y hacer lo que su cerebro le demandaba. Ese día, salió sin rumbo fijo, camino por las calles de la ciudad hasta que encontró una estación de metro, bajó las escaleras, buscó una buena ubicación, tenia que ser un sitio con bastante gente, así, nadie sabría que había causado el accidente; cuando al fin se encontró rodeado de gente, vio venir a un joven de unos veintiséis años, con apariencia de intelectual, lentes, abrigo negro, y un maletín en sus manos. Javier no le despegó la mirada, y justo en el momento en el que el joven iba pasando al frente de él, lo empujó delicadamente de tal manera que cayera en la ruta del metro y así fue, justo después del empujón llegó el tren asesinando instantáneamente a aquel joven desconocido para Javier. Después de haber sido el protagonista de lo sucedido y asegurarse que nadie se hubiera dado cuenta, Javier se dirigió a su casa ya más calmado; ya habían pasado los sudores y la ansiedad, ya había hecho lo que su mente le ordenaba hacer.
Al otro día, se levantó muy temprano, tomó una ducha y se dirigió a su trabajo. De camino, encontró en un puesto de revistas y periódicos la noticia de la extraña muerte del joven en el metro, toda parecía indicar que se había tratado de un accidente debido a la congestión en la estación; Javier leyó sin mayor interés y arribó a su sitio de trabajo, un asilo para personas de la tercera edad en el que extrañamente, cinco personas – pacientes- habían muerto en condiciones extrañas desde hacia tres meses, fecha en la que nuestro protagonista había comenzado a trabajar allí.