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LA TRAICION

Para nosotros, era una cuestión de tiempo. Tarde o temprano todos sabríamos su secreto. Pero el tiempo es cruel con los niños, hace creerles que siempre lo serán, pero siempre se convierten en adultos, preocupados, con problemas, con responsabilidades, y sin ya ganas de jugar.
Fue por eso que César dejó de correr. Y de saltar, y de creerse distintos personajes. Por eso dejó de ser quién no era para convertirse en alguien que no quería ser.
Y lloró. Lloró porque duele el crecer. Y lloró como se llora al nacer, porque nos afecta el cambio, porque no se quiere y nos resistimos a él.
Y en César el cambio ocultaba un secreto que se haría público indefectiblemente. Y cuando lo hiciese, movería todos los cimientos de la sociedad, cambiaría todo lo establecido en nuestras más arcaicas instituciones y contribuiría a crear otras, a vislumbrar nuevos horizontes para la humanidad. Sí, todo eso encerraba un simple y corriente joven.
Pero entonces, ¿cuál era aquel secreto que tan profundos cambios traía implícitos?.
Su secreto era una simple marca, pequeña, insignificante. A simple vista no parecía mas que eso, pero vista bien de cerca era el vivo retrato de algo para lo que no estábamos preparados; nosotros, porque esa misma marca (que en verdad no era eso) evidenciaba que alguien allí arriba sí estaba preparado y tomó cartas en el asunto para socorrernos y salvarnos de nosotros mismos, y de lo que le habíamos hecho a alguien con quien no debíamos meternos.
Quizás de niño también la tuviera, pero como seguramente era muy pequeña, nadie la había notado. O seguramente lo habían hecho, pero le restaron importancia. Pero al crecer, la marca creció con el niño y ambos se convirtieron en adultos. Entonces César necesitó de una respuesta, y la buscó.
Y cuando la tuvo, se enteró que lo suyo no era normal, que su marca no era una marca. Comprendió que él no era un hombre como el resto. No sabía aún que era un adelantado, una señal de lo que vendría, un retazo de futuro instalado en el presente. Quizás nunca se haya enterado de eso, como tampoco de que no era el primero. Pero aún eran demasiado escasos los como él para ser tenidos en cuenta. Pero algún día dejarían de ser los a tener en cuenta para convertirse en los que debían hacerlo con otros.
Una vez César dijo a su madre, con respecto a su marca:
_Un hombre la vió, mamá, y él también la tenía. Dijo que era la marca que llevaremos todos algún día, que era lo que nos recordaba la traición.
Traición. Apenas si César sabía lo que quería decir esa palabra. Nunca comprendió lo que aquél hombre quiso decirle.
Era inevitable, para comprenderlo debía haber vivido miles de años después y millones de años antes, a la vez, y eso era imposible, e insensato el sólo pensarlo.
Pero lo que en el joven parecía una marca en realidad era un órgano. Un órgano esencial, pero inútil para él. Y para los humanos, aún.
En definitiva, era una branquia, como la de los peces, pero en un humano. Sólo una, no más. Cuando César se enteró tuvo miedo, pero aún más sorpresa. Y hasta esperó que le saliera otra, u otras y, ¿por qué no?, una vejiga natatoria también, y así poder echarse al mar y desaparecer, ocultarse de los que no eran como él. Luego, como vertebrado superior que era, al crecer la hendidura branquial dejó de ser visible. Pero con esto no dejó de plantear el evidente interrogante: desaparecer y perecer bajo las aguas o aprender y vivir en ellas, ése era ahora el dilema que César planteaba sin saberlo. El no era un monstruo, era sólo un hombre evolucionado. Pero un hombre del futuro entre hombres del pasado no puede sentirse a gusto, y claro que él no lo estaba.
Otro día, siendo pequeño aún, preguntó otra vez a su madre:
_¿Qué quisieras que fuera cuando sea grande, mamá? – le había dicho.
_Quiero lo mejor para ti, hijo – contestó su madre – quiero que seas lo que tú quieras ser – en una respuesta a la que muchas otras madres se hubiesen adherido.
Pero César nunca lo sería. Nunca sería lo que querría, porque nunca querría ser uno de los elegidos para mostrarnos el camino, el camino que no hemos elegido, pero que nos hemos creado.
Ya no había vuelta atrás. Muchas otras branquias comenzaron a aparecer en otros cuellos alrededor del mundo. Cada vez menos padres se sorprendían al verlas, y más científicos veían en éstas, con nostalgia, el fin de lo que hemos hecho, y el comienzo de lo que creamos.
Las marcas en los cuellos comenzaban a tener sentido y nuestra civilización lo perdía cada vez más, minuto a minuto, segundo a segundo. Y así y todo nadie hizo nada, ni lo intentó, aunque ya no se pudiera.
Entonces rápidamente, mucho más rápido de lo que pudiera haberse creído, las dos líneas tan aparentemente divergentes comenzaron a converger, irremediablemente.
Una de esas líneas indicaba que gracias a nuestra irresponsabilidad, los casquetes polares y el hielo del planeta comenzaron a derretirse rápidamente, al tiempo que el nivel del mar ascendía de manera extraordinariamente abrupta y sumergía las costas y nuestras ciudades. Sumergía el pequeño mundo que habíamos creado a orillas de las aguas y anunciaba futuros ataques que acabarían con todo, llevándoselo todo definitivamente a sus dominios.
Para esos futuros ataques, en ese entonces, distantes aún a centenares de años, por supuesto tampoco estaríamos preparados, aunque quizás sí algunos, físicamente.
Por otro lado, la otra línea mostraba branquias ya generalizadas como las de César en los cuellos de los niños. Dos, ya no una, a cada lado, en un cambio evolutivo extraordinariamente veloz, que evidenciaba a una preocupada y superior inteligencia como la responsable y no a los tiempos evolutivos normales.
Mostraban éstos además, los cinco dedos de los pies y de las manos unidos por membranas o convertidos, en algunos nuevos César, en una sola grande y puntiaguda, algunos además, presentaban escamas y cambios internos, no visibles externamente, y enormemente complejos. Pero lamentablemente las dos líneas no se desarrollaban a la misma velocidad.
Pese a la extraordinaria velocidad de los cambios biológicos, anormal sin lugar a dudas, los cambios climáticos y ambientales, por supuesto, se desarrollaban a más velocidad que éstos, lo que hacía suponer una enorme cantidad de muertos que pagarían por la negligencia e ineptitud general. Era penoso pensar en ello, pero inevitable, y quizás necesario para recordarlo, y la próxima vez, actuar de manera más racional. Porque eso es supuestamente lo que nos diferencia del resto de los animales: nuestra capacidad de razonar, y así hacer que las muertes no hayan sido en vano, sino como un recordatorio, disuasivo claro está, de nuestras estupideces. Pero ¿cuántas muertes anteriores podrían haber cumplido ese mismo propósito y no supimos entenderlas? ¿Cuántas? ¿Quién puede saberlo?, si ya las hemos olvidado.
Entonces las aguas avanzaron y lo devoraron todo.
Muchos seres, no sólo los humanos, murieron ahogados, pagando la desidia del supuestamente más evolucionado.
Con otros el destino fue más benevolente y, ya con sus cuerpos adaptados al agua, pudieron lanzarse simplemente al mar, a nadar, a iniciar una nueva vida.
César hacía muchísimos años que había muerto, pero sus descendientes jugaban alegremente en el mar. Habían creado sus casas, habían creado sus propias ciudades, barrios, habían engendrado sus propias costumbres, su cultura. Avanzaron, bajo el mar.

Un día, hace cerca de 3.500 millones de años atrás, unas pequeñas moléculas, agrupadas en gran número, quién sabe si por decisión propia, azar, por gracia divina o por las simples leyes de la química, de pronto se agruparon a otras y formaron las primeras células, procariontes, primitivas aún. Surgieron en las aguas de la tierra y comenzaron paulatinamente a poblarlas.
Luego de ellas, surgieron otras muy superiores, mucho más evolucionadas, las denominadas eucariontes. Y al margen de sus ancestrales y contemporáneas ascendientes, éstas tomaron su propio rumbo y adoptaron formas cada vez más complejas, así fueron desarrollándose, multiplicándose, ganando terreno en el mundo que ya gobernaban. Fueron diversificándose en formas, tamaños, componentes, todo a una escala abrumadora, sin precedentes en la ya millonaria historia del planeta. Muchos años después concibieron las primeras formas reconocibles: amebas, trilobites, medusas, esponjas.
Luego se transformaron en peces. Miles de especies, miles de tamaños, formas, colores, con características particulares para cada especie.
Pero sucedió que un gran día uno de esos peces, ninguno en particular, salió a deambular por la tierra, y dio el ejemplo.
Pronto, por su culpa, aparecieron enormes anfibios que se sentían perfectamente a sus anchas tanto en la tierra como en el mar. Y tomaron ambos como hogar.
Pero unos se separaron y se negaron a volver al mar. Se transformaron en seres únicamente terrestres y miraron a las aguas con recelo. Había nacido la traición.
Había nacido el desagradecimiento a quién les dio la vida, y quizás en ese momento, los dominios de Poseidón decidieron que algún día volverían a tomar el protagonismo que habían perdido. Quizás en ese momento Poseidón, como volvería a hacer millones de años más tarde con Ulises luego de matar a su hijo Polifemo, por primera vez, pensó en vengarse, pensó en algún día retomar ese exclusivo protagonismo. Ese día estaba aún muy lejos, pero tenían el tiempo suficiente para esperar. Nunca perdonaría a ese intrépido pez y lo que habría de desencadenar.
Y aquél, de haberlo sabido, con certeza hubiese reculado y retornado velozmente a la seguridad de las aguas para nunca más intentar semejante osadía.
Un buen día uno de esos enormes reptiles que poblaron la tierra luego de la traición, se lanzó valerosamente de un árbol, y nuevamente fue emulado. Pronto, cientos de monstruos alados poblaron los cielos y luego las aves tomaron su lugar. Y las aguas sintieron aún más honda la herida de la traición al ver conquistado un nuevo espacio por los traidores.
Mientras tanto en la tierra, a unos les salieron pelos y se convirtieron en otra cosa. Sufrieron enormes transformaciones, internas y externas, y se hicieron mamíferos. Pronto, éstos tomaron el control del planeta. Al principio eran pequeños roedores, pero fueron creciendo. Aparecieron los llamados gálagos y de allí derivaron otros comúnmente denominados simios.
Algunos de estos derivaron en póngidos y se convirtieron en los seres mejor pensantes del planeta.
Entonces, apareció el mejor pensante de todos. Y de la mano de su cerebro tomó el absoluto control del planeta, y lo transformó en un descontrol.
En medio de ese descontrol, Poseidón y su azulada alfombra encontraron la oportunidad que durante tanto tiempo habían aguardado, de retomar el control. Y lo hizo llevándose a su reino a la especie dominante, heredera como todos, de los traidores originarios, obligándola a empezar de nuevo desde allí, desde el principio, desde el origen. Y así todo sucedió.
Con aún latente su herida de traición lo consumió todo, se llevó a todo consigo. Y volvió la historia atrás.
Pero fue el propio ser humano, el último eslabón evolutivo antes de la venganza, el que, consciente o inconscientemente, a ésta posibilitó.
Si hubiese sido más sabio, si hubiese sido más responsable, menos ambicioso, o quizás, si el destino le hubiese dado más tiempo para evolucionar, crecer en conciencia (si Poseidón no hubiese sido tan impaciente) el ser humano podría haber moderado sus errores y contener, o incluso, evitar la venganza Poseidónica. Pero ya era tarde. Por suerte la naturaleza, o quizás esa preocupada y superior inteligencia, aún en su crueldad, era precavida y buscó una salvación. Lamark parecía tener razón, la necesidad hace al órgano, y más cuando la subsistencia de una especie depende de ello. ¿Pero realmente estaba esa implícita inteligencia detrás de aquél desarrollo imprescindible para la salvación?. ¿Alguien supo lo que la especie necesitaba para sobrevivir, y lo brindó? ¿Tendremos algún día alguna respuesta satisfactoria a este interrogante?
Y Darwin tampoco le había errado, la supervivencia de los que evolucionaron desde la conformación fisiológica de César, contrarrestando su mejor adaptabilidad con los millones de cuerpos indefensos que yacían bajo las aguas, lo demostraban. Era la supervivencia del más apto.
Oponiéndose a su primogénito, alguien le tendió una mano al hombre, algo que César podía evidenciar mejor que nadie, aunque nunca lo haya sabido, y lo salvó de la extinción.
Le dio la oportunidad de volver a empezar e intentarlo de nuevo. Y con esto, la venganza de las aguas no fue definitiva.

Ahora millones de Hijos de César nadaban bajo las aguas de la misma forma que antes caminaban por las aceras, respiraban con sus branquias como antes lo hacían con sus pulmones, se estrechaban las aletas o los dedos membranados como antes lo hacían con sus manos. Vivían, como siempre lo han hecho.
Quizás también algún día, algún otro intrépido volviera a probar suerte en la tierra y volviera a generar consecuencias inimaginables, aunque fácilmente predecibles si tan sólo mirásemos nuestro pasado. Pero esa osada jugada, aún era incierta.
Lo cierto era que el futuro de la vida inteligente estaba en ellos y sólo en ellos, en los nuevos amos de los mares, que algún día claro, también serían el pasado. Pero el presente estaba en las aguas, y ya nadie, a excepción quizás algún día de ese hipotético intrépido, pensaba en traicionarlas.

FIN. 30/7/01 M.V.

Texto agregado el 14-03-2005, y leído por 94 visitantes. (0 votos)


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