Apoya levemente, al descuido, uno de sus brazos fornidos contra el marco de la puerta. La mano descansa, como suspendida al vacío. Apenas se da cuenta, de su movimiento sincopado al corazón; sólo observa la capacidad de aquella estancia. Ya no recuerda el olor del grano de antaño, recién recogido, acumulado sobre el piso, sobre los estantes, resguardado de las aves cantarinas y felices del exterior. Ahora, ya no pensaba en pájaros, ni en grano, ni en simiente. Menos aún en esta última, que le proporcionaba un misterioso escalofrío, que ya, sin embargo, no le sorprendía.
Tenía el corazón helado, los ojos como ciegos, el espíritu mudado. No se percataba de la respiración, no existían las ansias, ni el color de los verdes. Todo era negro. Negro y humo, inexistencias; alguna paloma escondida, oscura, que sólo sembraba excrementos entre el polvo, entre las maderas que aún quedaban en pie, lejos de aquellas que fueron, lejos de lo que fue él, lejos de lo que era todo.
**
|