Esa mañana, Antonio tomó café con leche y una galleta integral. No había amanecido bien del estómago así que no aceptó el pan con queso que le ofreció su hija mayor.
Eran ya las cinco de la mañana y tenía que salir apurado en el autobús hasta la estación y luego partir, como siempre con su recorrido habitual por la ciudad.
Tan pronto se montó en la máquina sintió un estertor en el cuerpo que lo dejó atónito. Pensó que tal vez su salud estaba flaqueando, que la edad ya no era la apropiada para trabajar como chofer de autobús. Pero, al seguir pensando, concluyó que no tenía nada más que hacer que lo que había hecho en toda su vida: conducir un autobús.
Entonces calentó el motor unos minutos, puso la marcha en primera y partió a buscar a los primeros madrugadores de la ciudad: los obreros de la construcción.
A las siete de la mañana sonó el reloj para Miguel. Su esposa Margarita había salido temprano al médico con los niños así que esta vez se preparó el desayuno solo.
Se hizó un té con un pan con jamón y mayonesa. Luego devoró una naranja que sintió deliciosa. De pronto intuyó -apesar que el no era un hombre de intuiciones- que este sería un día importante.
Feliz por el presentimiento, se duchó y vistió con sus mejores ropas para presentarse a la entrevista. Estaba seguro: esta vez le darían el puesto de contador en la empresa aquella.
Mientras, Antonio ya hacía el segundo recorrido sin parar por la ciudad. Ya había recogido a la mayoría de los obreros que viven en el sector. Le tocaba la hora a los oficinistas, estudiantes y alguno que otro pasajero valiente, que se atrevía a salir con el crudo invierno santiaguino.
El trayecto había sido habitual, sin sorpresas, solo le molestaba ese estertor que tuvo al alba y que le estaba provocando un intenso dolor el brazo izquierdo.
Pero Antonio era un hombre acostumbrado a soportar dolores y malestares y siempre superponía el trabajo y sacaba fuerzas de flaqueza para hacer las cosas.
Miguel estaba un poco atrasado. Partió corriendo a tomar el autobús. Eso, de alguna forma le quitó el frío matinal pero le produjo mariposas en el estómago, tal vez por los nervios de la entrevista, tal vez por el buen presentimiento que tuvo después de comer la naranja.
Antonio sintió que su brazo izquierdo ya no respondía, que el dolor lo inmobilizaba y no pudo controlar el pesado vehículo dando vueltas hasta que se estrelló contra la muralla aplastando a un peatón elegante que iba corriendo medio distraído.
Cuando la policía se constituyó en sitio del suceso, comprobaron que lamentablemente había dos muertos: Antonio Alfonso Garrido Mora, de 58 años, chofer del bus, víctima de un infarto al miocardio.
El infeliz peatón aplastado no fue reconocido pues no portaba documentos.
Cuando Miguel pasó corriendo por ahí, se detuvo un segundo, apausó su andar, no fuera que tuviera un accidente, y en este día en particular, tan auspicioso para él. |