Se fue deteniendo lentamente frente a mí su imagen deforme. Las gotas que escurrían por sobre el cristal, sin embargo, no impedían ver su tristeza, el cansancio en su alma. Su pelo simplemente oscuro parecía impedir que la vida se le escapara por la sienes y que sólo su ropa gruesa le contenían la vida.
Al parecer lloraba copiosamente, aunque sus lágrimas se confundían con la torpe lluvia que abría caminos por la ventana que nos separaba, la esporádica frontera de nuestras existencias.
Bajo lo que parecían ser sus ojos, unas enormes ojeras parecían cargar con tal peso que le encorvaban la espalda. Me miraba, o creo que lo hacía, como pidiendo auxilio, esperando que quizás corriera a su vía a sostenerla antes de desvanecerse para siempre.
Nunca vi tormento más conmovedor, fatalismo más inexorable, y seguro jamás veré.
Un timbre... y lentamente, también, comenzó a alejarse de mí, esa imagen atormentada sin forma concreta, sin cuerpo, sin sexo, sin tiempo, tal vez sin existencia, esa imagen que posiblemente sólo está en mis ojos, en la espera que me embriaga, que quizás sólo sea el reflejo de esta vida miserable que se llevará por delante el próximo carro.