Se hacía tarde. Se me había roto el reloj, pero sabía que eran más de las 5 de la tarde, y yo sentía que no llegaría. Me fui sin decir nada. Me subí a mi nube, pero esta vez sola. Esta vez ese chico tan maravilloso no vendría conmigo, y no podía seguir esperándole.
Al despegar, no vi nada, sin él todo era distinto. Ya no había colores vivos ni seres diminutos y divertidos. Aquello era la nada; era todo blanco y negro, nada ni nadie estaba allí conmigo para decirme si era real o no. Esta vez, al no haber nadie conmigo, solo veía catástrofes; lo intenté todo, pero daba igual, él no aparecería nunca. Al aterrizar empecé a ver algo allá a lo lejos, parecía una estrella. Sí, y era la estrella más grande y luminosa, y a su lado estaba la Luna. Era pequeña, redondita y blanca. Más allá vi una casita, me metí y dormí. Lugo, más tarde, desperté, salí, miré al cielo y me di cuenta de que ese mundo lo había creado yo. Aparecían las cosas según mi estado de ánimo o lo que yo quisiera; y un pequeño rayo de luz me señaló unas escaleras que llegaban hasta la única estrella que brillaba. Me fijé bien y le aparecieron unos diminutos ojos, como dos verdes aceitunas, una nariz chata y una perfecta sonrisa. Le salieron brazos y piernas. ¡Era él, no lo podía creer!!
Lo sabía, y me acordé de que una vez, una persona muy querida por mí me dijo “únicamente en sus sueños pudieron amarse”
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