Cerró sus ojos, buscando que el roce con la piel del otro le diera siquiera indicio de la hecatombe de sensaciones que fluían y bullían entre sus venas.
Cerró sus ojos esperando encontrar en la escuridad de su mundo un universo nuevo en el que se mueven sólo dos personas, sólo dos almas contrastándose con la soledad de su agobiada alma.
Cerró sus ojos y trató de demostrar que aquellas manos que la iban conociendo hasta lo más íntimo, eran las de la persona que conocía como nadie.
Cerró sus ojos y reflexionó sobre lo que estaba haciendo y sobre las consecuencias quizá inexorables que se avecinaban.
Cerró sus ojos imaginando lo que él imaginaba cuando rozaba su vientre apenas, anhelante de suplicios temporales que le significaran un placer incontenible.
Cerró sus ojos, gratamente condenándose a los castigos que sobre ella caerían cuando el mundo se enterara.
Cerró sus ojos ordenándose a sí misma que aceptara la significación que tenían todos aquellos trazos que esas manos suaves le regalaban.
Y entonces, abrió las dos almendras café verdosas y miró al que le procuraba semejantes torturas.
Y descubrió en él a la persona que hace tanto esperaba.
Y descubrió que aquel ser era absolutamente real y que aun así habitaba en sus más recónditos deseos.
Y descubrió la explosión de sentimientos que estaban guardados hasta que él apareciese.
Y descubrió que no era sólo un individuo anómalo en una sociedad discordante, sino que eran dos buscando el destino en los brazos del otro.
Y descubrió la mutua e irrebocable aceptación de las caricias que fustigaban su inerme pensamiento.
Y descubrió que ya su alma no le pertenecía por completo y que ese día había aceptado la condición absoluta de compartir y compartirse.