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Uno de los recuerdos más intensos que tengo de mi infancia es el de una pequeña bicicleta que tuve cuando era más pequeño. No es que la bicicleta tuviera nada de especial, pero sin embargo, era su historia la que la había convertido en especial para mí.

Aquella vieja bicicleta había aparecido escondida entre herramientas en la esquina del pequeño garaje de la casa a la que recientemente nos habíamos mudado. Mi padre estaba reorganizando las cajas de la mudanza en aquel garaje cuando, por casualidad descubrió aquella pequeña bicicleta pintada en rosa, una bicicleta diseñada sin duda para una chica. Aun conservaba las tiras de plástico en el manillar, y en la parte delantera tenía una pequeña cesta de mimbre. Mi padre en un principio tenía intención de deshacerse de ella, pero yo quedé fascinado ante aquel descubrimiento, y tras mucho insistir lo convencí para que no lo hiciera.

Estaba en bastante mal estado, el tiempo había pasado para ella con dureza. Las ruedas estaban totalmente deshinchadas y estaba cubierta d una gran capa de polvo. Me pasé casi todo un verano arreglándola. Había algo en ella fascinante. Me pasaba horas y horas tratando de imaginar a la chica que había utilizado una vez aquella bicicleta.

Y con el tiempo la bicicleta fue tomando forma, y pronto estuvo preparada para ser utilizada. Yo no tuve ninguna duda, me subí a ella pese a lo ridículo que pudiera parecer un chico montado en una bicicleta de esas características. Durante todo el tiempo que había estado arreglándola y poniéndola a punto, me había creado una historia alrededor de la chica que la había conducido de un realismo tal que casi estaba totalmente convencido de que en realidad todo había ocurrido exactamente así. Llegué a verla pedaleando alegremente calle abajo en aquella vieja bicicleta, disfrutando alegremente de su juventud, despreocupada ante la vida. La pude ver crecer, mudarse dejando atrás los viejos recuerdos de la infancia, crear una vida, disfrutar de hermosos momentos y de momentos duros. Saborear el amor, el dolor, la alegría y la tristeza. Pude imaginármela siendo madre en su hogar, al lado de un marido que se alegraba de estar a su lado, y con una hermosa niña a sus pies jugando despreocupada, como ella había hecho años antes.

Pasaba horas y horas en aquella vieja bicicleta. Recorría largas distancias sobre ella. Cada vez que pedaleaba en ella sentía como si los recuerdos de aquella chica renacieran en él, como si toda su juventud volviera a nacer bajo mi piel. Aquel verano pedaleé sobre aquella vieja bicicleta día y noche sin preocuparme por mi futuro ni por mi vida.

Y quiso el destino, q años más tarde, siendo ya un joven al que la vida le va abriendo los ojos, me encontrara con una chica en uno de mis paseos nocturnos en bicicleta, que se interesó por ella. Le pareció curioso que un chico como yo montara una bicicleta como aquella y entablamos conversación. Aunque no podía saberlo, aquel era el primer día que pasaba con la chica que en el futuro sería mi mayor confidente, mi compañera de camino, y la persona a la que sin duda más he amado nunca.

Y así fue como ocurrió. El tiempo fue pasando inevitablemente, nosotros fuimos poco a poco conociéndonos y enamorándonos. Conocí a si familia, ella conoció a la mía, y con el tiempo nos casamos y formamos nuestra propia familia, con una maravillosa hija que nos hizo sentirnos más felices que nunca.

Hasta que un día, el tiempo, inevitable enemigo de la condición humana, decidió que para la madre de ella había llegado finalmente su hora. Aquel golpe la hundió durante un tiempo, pero con todo mi cariño, y con las fuerzas y las ganas de vivir que nos aportaba nuestra hija salimos adelante.

Y llegó el día en el que tuvimos que vaciar la casa de su madre. Y fue ese día, mientras recogíamos alguno de los libros de fotos que ella tenía allí, cuando sorprendidos vimos una de la que ambos desconocíamos su existencia. En ella, su madre se agarraba sonrientemente a un manillar de una bicicleta rosa que sin duda nos resultaba familiar. Ambos rompimos a llorar, unas lágrimas de alegría y de complicidad que nos unieron aún más en nuestra vida.

Y cuando nuestra hija cumplió los 10 años, recibió un regalo muy especial. Una vieja bicicleta rosa que, pese a todo el tiempo que había pasado, mostraba su mejor cara nuevamente. Ella recibió el regalo con muchísima ilusión y nos agasajó con el mejor regalo que podía hacerlo, con un beso. Mi mujer y yo nos cruzamos una sonrisa de complicidad viéndola pedalear calle abajo.

Texto agregado el 13-03-2005, y leído por 175 visitantes. (0 votos)


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