"No hay formalidad ninguna", suele decir.
Los últimos escalones que subo antes de llegar a casa en la noche, después del trabajo, son mis mas grandes cómplices. Silentes me recuerdan que voy a su encuentro. Son la campanada que alerta a mi espíritu de la felicidad inminente. Una sonrisa se dibuja en mi cara y comienzo a consentirle en ausencia. Quizás lo peor sea que no sienta ni pizca de vergüenza de que alguien me pille hablando sola, mimándole en voz alta sin siquiera haber entrado aún al edificio, tan bello mi lindo, uy que bello, e incluso puedo escucharme reír.
¡Aquí esta mi nena! le escucho decir una vez que abro la puerta. El beso, el abrazo, el amor lo inunda todo y apenas recuerdo que tengo que saludar a nuestro compañero de piso, que está sin estar, por lo menos al principio, cuando mis ojos, mis manos y mi corazón solo buscan el encuentro. Las horas juntos transcurren velozmente, pero ni siquiera dentro del vértigo de tanta dicha dejo de aprovechar ni un segundo. Miro sus manos, las tomo fuertemente, las disfruto. Recuerdo cuando las miraba y admiraba pero aún me eran ajenas y disfruto al máximo el poder estrecharlas entre las mías, contra mi corazón, contra mis labios, que no escatiman los besos que les dan. Acaricio sus arrugas, sus hermosas arrugas que me hablan de lo vivido, que me explican de donde viene tanto hombre, tanta propiedad, tanto todo. Y esos ojos chismosos y sinvergüenzas que me cuentan de su amor y su osadía. Esos labios que a cuenta gotas me dicen lo que sus besos a gritos me confiesan. Esa espalda que abarco por las noches, esos brazos que me acunan contra el frío y la soledad, ese porte, esas canas, ese todo, es el hombre que yo amo, así, sin formalidad.