Mi tía Esmeralda
A esta altura de mi vida puedo decir que tengo 40 años, pero todavía me acuerdo de aquellas tardes de verano cuando íbamos a visitar a mi tía Esmeralda, íbamos a un balneario chiquito cuyo nombre escapó de mi memoria hace un buen tiempo. Yo y mi hermano solíamos pasar el día en la costa, molestando a los cangrejos o jugando con la nueva pelota que nos regalaban nuestros padres para navidad. Las pobres pelotas no duraban más de cuatro meses debido a nuestro espíritu entre destructor y aventurero, en muy pocas ocasiones duraban más que eso, pero no romperlas significaba no recibir una nueva en navidad, entonces las pateábamos sin piedad.
Lo curioso de nuestra tía, una mujer delgada y pelirroja que había llegado a Uruguay escapando de la segunda guerra mundial, era que tenía costumbres muy diferentes a las nuestras, si bien se había adaptado al estilo de vida, la vieja costumbre de tomar té todas las tardes no la había perdido, y ahí era cuando yo, el menor de la familia, entraba en la escena, ya que ella siempre me dijo que era su preferido y que le encantaba escuchar mis historias sobre lo que había hecho en la escuela durante el año, conocía el nombre de todos mis amigos y de todas mis posibles o futuras novias, incluso las de mis ex novias, novias de escuela que no duran más que una semana, pero mi tía se las ingeniaba para recordar cada nombre aún sin conocer a ninguno de ellos, muchas veces nos encontrábamos hablando de cada uno con motes como “Renato el alto, no el bajo”, o “Marcelo el de este año, no el que conocí en primero”, con mis novias era peor porque todas ellas se habían llamado Mariana, todas hasta que conocí a Verónica, de la que me enamoré perdidamente a los dieciocho y que sigo compartiendo la vida con ella.
A Verónica la tía no la conoció, murió cuando yo tenía catorce años. El velorio no fue triste como se supone que debe ser cuando perdemos a alguien querido, por el contrario, ya enterada de su muerte por vejez, (la tía nos dijo que el destino le había avisado que la llevaría después del verano) nos lo comunicó meses antes de que sucediera, lo cual exaltó a mis padres, no lo podían creer, creían que la tía había perdido la cabeza, yo con mis catorce años decidí creerle, y ella me comentó que no era algo para entristecerse porque ella había conocido a mucha gente bonita durante su vida (la expresión bonito era muy usual en ella) y que estaba contenta por el pasado y por el presente. Entonces yo acepté en paz su muerte, y mi familia, entre sorprendida y confundida, le creyó también.
A la tía la vi por última vez en marzo, estábamos sentados tomando el té como siempre, ella llevaba un vestido violeta que la cubría desde el cuello hasta la cintura, yo estaba vestido con shorts y remera, y estaba sudando, ella sin embargo parecía un personaje de la tele, de esos que no se inmutan ante el calor, ante los olores, ante el ruido, era un personaje atemporal, tenía el pelo pelirrojo y con algunas canas, supongo que se teñía el cabello, pero nunca se lo pregunté, no sea cosa que pensara que le estaba faltando el respeto a una dama.
Nuestra última conversación fue como todas las anteriores, a medida que fui creciendo, como todos los que crecen, iba guardando cada vez más cosas de mi vida para mi mismo, para mis pensamientos, pero mi tía se las ingeniaba para convencerme de que le contara todo, así era que mi tía era mi mayor confidente, y lograba saber todo lo que yo creía viéndome tres meses en un año, mientras que mis padres no comprendían mis empujones hacia la independencia, y con ellos estaba todo el año. No fui a su entierro, yo había tenido una relación con ella en vida, luego de muerta le prestaría los honores como siempre lo hice: teniendo en mi mente grabada aquella última tarde de verano.
Pero un día, al llegar a casa temprano del trabajo, alrededor de las siete de la tarde, cuando el sol comienza a irse para iluminar el otro lado del mundo, entré como siempre, colgué el abrigo, estábamos en agosto por lo que había un frío de esos que llegan hasta los huesos, dejé las llaves sobre la mesa ratona y pasé a la cocina, y en ella vi sentada a mi tía, estaba tomando el té y me vio entrar, cuando me vio me quedó mirando con aquella mirada indagadora que tuvo siempre hacia mí. Me congelé, no podía moverme, mi tía me miraba, ¿pero era mi tía?, si, no podía ser nadie más. De repente siento que alguien entra por la puerta, al fijarme veo que era Verónica que llegaba de trabajar, al verme comenzó a hablarme del día pesado que había tenido, de cómo no era fácil mantener a todos alegres con el trabajo, pero yo no la estaba mirando, estaba mirando la silla en la cual había estado sentada mi tía hace apenas unos instantes.
¿Qué te pasa Miguel?. Nada, nada estoy bien. Te noto pálido. No, no es nada, estoy bien.
Después fui, me bañé y quedamos conversando con Verónica sobre el día, yo estaba claramente ausente de la conversación, pero Verónica seguía hablando, yo afirmaba con la cabeza cada tanto y con eso ya la convencía que estaba allí presente, en esa sala, pero en realidad estaba revolviendo recuerdos en mi mente con una pala, calando hondo, recordando todo lo vivido con mi tía, y cuestionando por un instante que tan sana estaba mi mente.
Al otro día llegué tarde a casa, Verónica ya había llegado y ni señales de mi tía, así pasaron un par de semanas, entonces me dije a mi mismo que fue el estrés, fue el cansancio, fue pensar en cómo haríamos para mantener a Renato estudiando en el liceo, fue todo eso junto que me hizo acordarme de mi tía.
Pero la empecé a ver de vuelta, yo me congelaba al verla, no le respondía, y como siempre, llegaba Verónica hablando de sus problemas y mi tía desaparecía.
Una tarde, llegué a casa y vi nuevamente a mi tía sentada en la mesa de la cocina, sonaba el teléfono, éste estaba sobre la mesa de la cocina, mi tía me miraba directamente a los ojos, no podía creer lo que veía, era ella, estaba tan bien como la última vez que la vi. Ya no aguantaba el ruido del teléfono y junté todo mi valor y lo tomé, era Verónica para avisarme que llegaría tarde, posiblemente no llegaría hasta la medianoche, asuntos del trabajo, reunión con el personal, el personal estaba pensando en una huelga, etc.
Mi tía me seguía mirando, tomó un poco de té, no me animaba a mirarla a los ojos, de repente pensé ¿porqué no?, y entonces dije, en voz baja, con una voz entrecortada:
-Buenas tía
-¿Cómo andas Miguelito?
Si, era ella, era su voz, era la misma voz de siempre.
Quién lo diría, me senté en la silla enfrente a ella y tomé una taza de té, estaba acompañado por galletitas de coco, aquellas que comía cuando era chico en cantidades tales que me hacían pasar noches con dolor de barriga, pero que yo volvía a comer al otro día como si la noche anterior no hubiera sido una consecuencia de lo comido.
Me di cuenta de un par de cosas que hasta el momento no había notado: la tía era una persona atractiva para su avanzada edad, el vestido violeta le sentaba realmente bien, y tenía una sonrisa particular que la hacía parecer diez años más joven, su mirada perspicaz y viva, que parecía entenderlo todo y verlo todo, resultaba muy especial, y me di cuenta que en toda mi vida no había visto una mirada como aquella.
Conversamos un rato, le conté que mi nueva novia (seguía siendo Miguelito para ella, en sus ojos yo seguía siendo un niño un poco rebelde e inquieto de catorce años, seguía siendo un niño un poco rebelde e inquieto) era Verónica, que hacía mucho tiempo que estábamos juntos, que estudiábamos más o menos lo mismo, la había conocido por una de esas casualidades del destino, y no en el colegio, y que estaba contento de estar con ella. Ella, por otro lado, me contó que había terminado de arreglar el jardín de su casa, que estaba contenta con la nueva casa que tenía, era muy bonita, lo que me hizo reír ya que hace años que no escuchaba esa expresión, que se parecía mucho a la anterior y que se encontraba al lado del mar también, pero que estaba rodeada por vecinos ahora, y que todas las tardes recibía la visita de varias vecinas que se habían convertido ya en amigas, y que había un joven apuesto de 60 años que la iba a visitar también, cuando habló de él se le iluminaron los ojos, de seguro mi tía estaba enamorada. Estuvimos conversando durante un buen rato, sobre mi vida y sobre la vida de ella. Me dijo que ésta sería su última visita, que estaba todo bien por allá, y que su hermano (mi padre) también estaba pasando bien, que me mandaba saludos.
Bajé la vista para tomar la taza de té, cuando la subí la tía se había ido, comenzó a llover, yo me quedé mirando por la ventana cómo caía el agua, haciendo que todo adquiriera colores más fuertes, haciendo al verde más verde y al gris un poco más gris. Así estuve sentado un par de horas, hasta que llegó Verónica.
No he visto más a mi tía, pero de repente algún día nos crucemos de vuelta, de seguro ella estará ahí cuando la necesite, con una taza de té y con una sonrisa inocente.
JmT
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