Supongo que el vaivén de mi cama no era normal. Y a primera vista, tampoco lo era el fuerte olor a tabaco que desprendía toda esa ropa esparcida de cualquier manera por el suelo de mi habitación.
De hecho, con tan solo el dolor de cabeza que me vino nada mas despertarme, hubiera sido suficiente para entender que la noche anterior no había sido una cualquiera.
Holgazaneando entre las mantas, intenté aclarar lo ocurrido en las pasadas horas. Pero lo único que me vino fue una arcada, que inundó irremediablemente mi paladar con un desagradable cóctel de sabores, predominando el gusto amargo de la cebada, haciendo que me incorporara precipitadamente en busca de la taza del baño.
Enjuagándome la boca, maldije el último chupito. No solía sobrepasarme en la bebida, o si, pero viendo el reflejo del espejo, me volví a prometer un poco más de moderación a la hora de chupar en futuras ocasiones.
Con el gorgoteo de la cafetera aparecieron los primeros recuerdos. Era un goteo de imágenes confusas de lugares diversos: oscuros bosques repletos de gente, mesas cuadradas en los recodos de múltiples salones, gritos de “Pedrooo” en céntricas callejuelas góticas... Todo era incoherente, un sin sentido que no hacia más que acentuar el terrible malestar que azotaba sin tregua mi ya quebrado estado.
Dicen que no hay nada mejor para la resaca que una cerveza, pero desoí tal famoso consejo decidiéndome por un desayuno autóctono, compuesto por un sabroso y humeante café con leche, siempre en taza, y dos cigarrillos rubios, acompañados excepcionalmente .por una aspirina conmemorativa para tal efeméride.
Mientras me ardían los labios con el primer sorbo, una segunda oleada de imágenes se pasearon por mi mente. En esta ocasión ya no eran localizaciones abstractas, sino más bien rostros. Rostros del todo desconocidos que iban asociados a unos nombres como poco extraños, cual salidos de esas novelas de Serie B que intentan emular a El Señor De Los Anillos.
Dejé en el cenicero el cigarro a medio apagar, y volví de nuevo al aseo, esta vez para mojarme la cara buscando así una mayor lucidez. ¿Qué demonios hice ayer? – Me pregunté al mirarme en el espejo.
No sabía a ciencia cierta si todos esos fotogramas que se me iban apareciendo eran producto de mi imaginación, o acaso, una paranoia producida por el exceso de alcohol. En cualquier caso, debía controlar mis salidas nocturnas.
Decidí entonces conectar el ordenador. Algo en mi interior me decía que debía escribir sobre la experiencia de la noche anterior. No sabía muy bien como comenzar, y esperaba que, con el paso de las horas, se fueran esclareciendo todas esos recuerdos inconclusos que vagaban dentro de mi para poder poner un fin al cuento que recientemente había iniciado.
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