Por si no te vuelvo a ver
Nos encontrábamos a trescientos kilómetros de la ciudad en que nos conocimos. Eran las tres de la mañana y el frío intenso del altiplano de México se colaba en la sala de urgencias ginecológicas del hospital.
Un fino sudor le brotaba de la nariz, que bajo la iluminación mercurial hacía contraste con la oscuridad de sus ojeras. El cabello bruno reflejaba luz a través de las miles de gotas que parecían anidar en su pelo. Apretaba las mandíbulas y la lividez de su cara se acentuaba cada vez que el dolor le corría por alguna parte del cuerpo.
Las enfermeras iban y venían. Mi compañero de guardia, arropado con una manta se había hecho una bolita y su respiración silbante no dejaba dudas: dormía profundamente. Los cubículos estaban separados por cortinas de plástico que corrían por los tubos de acero inoxidable; le daban al espacio una privacidad asfixiante por los olores del yodo y por el tufo que se adosa a los enfermos.
Nos reconocimos de inmediato: ella estudiaba para enfermera y hacía sus prácticas en la Cruz Roja. Un domingo fuimos a una ciudad cercana, paseamos por el parque y juntos disfrutamos el frío dulce de un helado. De regreso en el autobús, recostó su mejilla en mi hombro y su mano cayó sobre mi muslo. La abracé, y con los dedos frotaba la cima de su pecho, mientras la boca reconocía el contorno de sus labios. Eso fue, no pasó de ahí, simplemente, dejé de verla; no sé por qué.
— ¿Eres el único médico aquí?
—Sí.
— ¿No hay nadie más que tú?
—No a esta hora. ¿Por qué no te quieres atender conmigo?
—Me da vergüenza.
— ¿Vergüenza? ¿Por qué?
—Tú sabes... no puedo contártelo a ti, por lo que pasó entre nosotros.
—Por eso mismo deberías tenerme confianza. ¿Quién mejor que yo para darte atención? Dime, por favor.
Poco a poco, se fue relajando y platicándome de su enfermedad. Más resignada que conforme, aceptó ayuda de una auxiliar, quien la llevó al baño, le pidió que se despojara de su ropa interior y, envuelta en una bata, volvió con ella para que se recostara en la camilla y yo pudiera explorarla.
Mientras me quitaba el guante de látex, pensé en la relación que tuve con ella y en la que recién había terminado. Era la misma persona, ¡pero los momentos eran tan opuestos! ¡Qué lejos estaba de la penumbra del camión! En aquellos momentos su respiración crujía y resbalaba del oído a mi nuca produciéndome una excitación que rebalsaba toda frontera y parecía llevarnos a recovecos de intenso placer. No recuerdo qué fue lo que nos detuvo, pero la tormenta amainó y nos despedimos en una terminal, donde cada uno abordó el camión que nos dejaría en nuestras casas.
En cambio, en esa otra madrugada, mis manos sensibles se detuvieron en cada parte de su anatomía y buscaron palmo a palmo los vidrios que habían roto la continuidad de sus tejidos. ¡Sabía que la estaba matando... y debía llegar ahí antes de que su vida se desanudara! De inmediato me comuniqué con el médico jefe de la guardia, quien estuvo de acuerdo con mi diagnóstico y pidió con urgencia la presencia del anestesiólogo.
Por un momento, nos quedamos solos. Me miró con ojos lejanos. Hubo un abrazo sin fuerzas y un beso tierno en la boca; luego, escondió su cara en mi hombro y sentí la humedad de sus lágrimas, resbalando a tientas por mi cuello. Me dio otro beso.
—Por si no te vuelvo a ver... —me dijo.
Se fue con su cita a la unidad quirúrgica. Yo tenía más
consulta y los recuerdos calientes.
Afuera, arreciaba la lluvia y una sirena ululaba en la oscuridad.
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