Un simple roce en su brazo la devolvió a la realidad.
- ¿una moneda?
- No, mi amor, no tengo.
El niño soltó la punta de su vestido rojo, gastado por los mil usos. Ella lo miró alejarse.
Había estado así toda la mañana. Sola. La mirada fija en el cuero despegado de la punta de su zapato izquierdo. Con la gente pasando a su alrededor, esquivándola. Sin dejar espacio en la ciudad.
Estaba tan concentrada, tan esclava de su mundo que atormentaba la mente de quien quisiera entenderla. La inmovilidad de su rostro, de sus manos, la firmeza de sus ojos, le daban un aspecto petrificado.
Sin embargo a veces, al mirarla con detenimiento, parecía estar a punto de estallar, de convertirse en el mayor de los estruendos.
Por supuesto que no se percató de mi. La vi primero desde la oficina, en el edificio de enfrente. Y bajé sólo para saber si realmente era ella.
Y lo era, lo es. Y ahora entiendo que lo seguirá siendo.
Cada día la felicidad se instala entre nosotros, con su humilde aspecto y su calma imperturbable. Y así, desde su posición, hace su mayor esfuerzo por quedarse entre nosotros. Rara vez la vemos o notamos su presencia. Pero ella insiste, esperando que algún día la realidad no sea esta realidad. Y todos podamos verla.
Felizmente.
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