Un regalo, un buen regalo, tarde o temprano sale de su letargo, de su sueño material y se abre a la realidad de su propósito, la de ser imagen, recuerdo.

Se hizo regalo aquel libro en un verano, no hacía mucho que había caido en mis manos, fruto de una culpabilidad que intenté pintar de amor, fruto de una devolución, al fin y al cabo. Se hizo regalo estando sola, tan sola que casi sentía miedo, viajar sin compañía genera un temblor interno y un temor más a uno mismo que a los otros, un temor a lo que se pueda decir en el silencio.

Resultó ser un libro tenebroso, casi tan oscuro como yo misma en aquella travesía. Reconozco que la inquietud me obligaba a alejarlo de mí antes de apagar la luz e irme a la cama, como si la mera presencia del papel impreso supusiera una amenaza, un peligro oculto entre las letras. Después me fui familiarizando poco a poco con el mundo sórdido de la novela, con sus tapas rosas y las voces descarnadas que cubría, conseguí reírme con sus bromas y pegarme tanto a él en una esquina cualquiera que tomaba incluso forma de amante.

Y tomó esa forma, no nos engañemos, se hizo presente la mano de quien lo recibí, su ausencia tomaba las formas del recuerdo, su ausencia se hacía compañera no solo de mi mente o de mi deseo, sino de la sensibilidad más inmediata y me sorprendía un roce suyo llegado de tan lejos.

Sola, tan sola, era con él con quien hablaba, para él para quien me vestía y era él quien me quitaba el miedo de la habitación vacía y dormíamos toda la noche su recuerdo, su libro rosa y yo. Los tres muy cerca.