Velorio
Se me antoja extraño lo que sucede en los velorios. Un grupo de personas con ciertos lazos de familia más o menos próximos, que dejan pasar años sin verse entre sí, acuden a despedir a otro pariente, a quien quizá tampoco veían desde hace largo tiempo.
Ostentan cierta naturalidad, seguramente adquirida en velorios anteriores, frente a un hecho tan desconcertante como es la muerte. Toman café, hablan de lo mal que van sus negocios, y deslizan alguna tibia broma, a metros de un cuerpo que ya ha comenzado su camino hacia la desintegración absoluta.
Mientras trato de pasar lo mas inadvertido posible, me voy mezclando con los rostros familiares. Casi resulta gracioso. Aparece cada uno en los velorios… La tía Chela, por ejemplo ¿de dónde salió? ¿No se había muerto ya? …Y Ricardito, el hijo de Cacho, ¿no estaba en Europa? Ahora resulta que hace más de un año que estaba viviendo de vuelta aca y nadie sabía nada, podés creer…
¿Y los tipos de la funeraria? La cara de los tipos… para mí que los eligen. Cuando los contratan, deben hacer una especie de casting de caras de orto, sentidas ojeras, peladas respetuosas, y papadas de circunstancia. Aparte, como organizan todo… hasta el orden de los autos que irán detrás del coche fúnebre. El protocolo de la muerte me resulta obsceno. Uno se muere y listo. Para que tanto quilombo.
Además el tema de los lamentos, los llantos, unos tímidos, y algunos desaforados, con desmayos incluidos. Resultan tan penosos los sinceros, como los fingidos.
Mi vieja por ejemplo. Pero esto ya no es tan común. Yo nunca la había visto llorar así en un velorio. Se está poniendo viejita la pobre. Me dan ganas de ir a consolarla un rato, de acariciarle la cabeza, pero temo que se ponga peor. Que la contenga un poco mi hermano que está ahí al lado de ella, y no la ve casi nunca. Que se haga cargo alguna vez. Mejor voy hasta donde están los amigos que han venido a saludar, aunque la verdad, no tengo demasiadas ganas de hablar con nadie, estoy tan cansado…
Con los conocidos sucede algo similar a lo de los parientes. Ex compañeros del cole, de laburo, que habían dejado de verse hace décadas, reaparecen oportunamente.
Porqué no acompañan la vida, en vez de la muerte, digo yo. De qué rara manera vienen a despedirse ahora, me da un poco de bronca la verdad.
En los velorios, nunca se me ocurre echar una mirada al cuerpo. Para qué. La derrota de la carne. La última vocación, el polvo.
Pero no esta vez. Algo me impulsa ahora a contemplar el rostro querido, y me asomo lentamente. Como a un abismo.
Al mirar las facciones del muerto, una marea de recuerdos de lo que hemos vivido juntos, me inunda. Cálida. Irremediable. Me dejo llevar por esa marea. El cole, el busto de Belgrano con el ojo roto, las tardes de sol en el baldío, los autitos con masilla, las carreras de bicis, la bandita de rock, las tardes de pesca con mi viejo, los primeros amores, el primer laburo. Todo el camino recorrido juntos, se proyecta ante mí, como en un viejo cine abandonado. Cómo lo quise a este tipo… Y nunca se lo dije. Si pudiera llorar, lo haría. Pero me quedo ahí. Mirándolo. Como se observa a un viejo sombrero colgado, en el interior del ropero.
Luego busco un sitio apartado, cerca del patio. Miro los rostros amigos, miro sus manos, sus voces. Lo mejor será no despedirse. Siempre hago eso.
Entonces salgo al pequeño jardín, y mientras veo una filita de hormigas que devoran un malvón reseco, siento mi ser fundirse hacia la eterna nada.
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