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La tarde es fresca y una suave brisa acaricia mi rostro.
Descalzo, mate en mano, envuelvo en la suave hojilla el rugoso tabaco.
Lo llevo a mi boca y lo enciendo con la llama de un pequeño fósforo.
En la tranquilidad que solo ofrece la quietud de aquella tarde a la hora de la siesta.
Mi rostro está seco, aún no razurado y mis ojos perplejos ante la creación divina.

La horas transcurren lentamente.

Finalmente el sol se oculta tras las sierras y una leve sonrisa asoma repentinamente.
Se acerca la hora.
La inminente sombra de la obscuridad baña las verdes praderas oluleantes por la brisa, y el
horizonte se torna oscuro.
Me dirijo a las caballerizas donde domina el silencio profundo, y desde un pequeño recoveco
entre las chapas del tejado penetra el tenue reflejo de la luna.

La noche me encuentra preparando la camioneta con cueros cuarteados por el paso del tiempo.
Con mis largas botas de cuero negro y mi boina marrón, me dispongo a cargar el rifle
pequeño y liviano con munición insignificante pero mortal.
Apoyo el rifle contra la pared detrás de la puerta, bien asegurado y lejos de la curiosidad
de los infantes.

El tiempo transcurre en cuenta gotas.

Se oye el canto de las criaturas de la noche y se siente el frío lugubre en el cuerpo porque
el momento ha llegado.
Con emoción indescriptible me embarco en la búsqueda.
Rifle en mano, subo al cajón de la camioneta.
A mi lado me acompaña el peón con un potente faro en la mano el cual está conectado a la
batería del móvil. También nos acompaña su hijo, quien posee la visión entrenada del que
vive en aquella quietud.

Las miradas se cruzan y esa pequeña sonrisa resurge una véz mas.
El conductor pone en marcha la camioneta, y dejando atrás los rostros asustados de las mujeres,
los cuatro nos adentramos en la noche.
Con el rifle sobre la cabina del conductor y el seguro puesto, observo el círculo de luz
que atraviesa la obscuridad de la noche en su intensa búsqueda.
Recorriendo los altos pastizales bajo el cielo estrellado y el canto de los grillos,
mi corazón late lentamente, como si no desease ser escuchado.
Mis ojos se mueven minusciosamente, milimétricamente, como un félido en busca de su presa.
Sigo el contorno redondeado del haz de luz con movimientos lentos y cuidadosos esperando.

La maldad cobra vida y se apodera de mi alma.

En ese instante el silencio es interrumpido por un grito de gloria.
La luz había sorprendido a una pequeña liebre, que desorientada huye sin rumbo fijo a solo
cien metros de distancia.
En ese instante el tiempo se detiene.
Estaba frente a mis ojos. Quito el seguro. Siento un frío lúgubre en mis entrañas y mi dedo
índice muestra un leve temblor. El animal quien solo mueve su hocico perplejo ante la luz,
ignora su trágico final.
El momento había llegado. Con decición fría y calculadora mi dedo se desliza sobre el gatillo
y un agudo estruendo corta el silencio de la noche.
El sentimiento era confuso, no me convencían el festejo y la alegría de quienes sabían haber
cumplido su malvado propósito.

El objeto inanimado, falto de vida, yacía colgado de un gancho. Destripado y esperando que
el árido sol de la no muy distante mañana secara su cuerpo.
Quien alguna vez corrió libre por los campos, era ahora un trofeo exibido ante los ojos de
un niño.
Perplejo ante aquel panorama, al niño lo sorprendió la verdad, lo sorprendió la vida.

Texto agregado el 11-03-2005, y leído por 85 visitantes. (0 votos)


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