Lo efímero de las tendencias es algo que, por fortuna, permite socavar el imaginario de quienes buscan la eterna continuidad de ciertas desigualdades. Actualmente, una amplia porción de Sudamérica parece erigirse como ejemplo de un cambio: la recuperación del Estado como protagonista esencial de toda política de desarrollo. La ruptura con aquellas visiones que, durante los años ´80 o ´90, realizaron una exaltación supersticiosa del mercado. Y que, como contrapartida, modelaron una visión satánica de toda intervención estatal en aspectos como el social o el económico.
Muerto el denominado “Estado de Bienestar” a finales de los ´70, pereció con él toda posibilidad de mejorar la calidad de vida de gran parte de los sudamericanos. Así, se puso fin a políticas que pugnaban por alcanzar beneficios esenciales como el pleno empleo, el crecimiento del sistema de educación y seguridad social, la provisión pública de servicios sociales universales, el mantenimiento de un nivel mínimo de vida asegurado por el Estado, o el impulso de una racionalidad administrativa centrada en una estructura de tipo burocrática.
Todo ello se derrumbó ante un proceso que, impune, globalizó las esferas de producción, y le otorgó a los sectores financieros la capacidad para controlar todo movimiento económico. De esta manera, el trabajador perdió su lugar a manos del consumidor: el empresario se transformó, con el nuevo modelo, en el estilo emblemático de la buena vida.
Pero, ¿por qué la mención a todo esto? Porque hoy, sujetos a un escenario político enmarcado por variables que despiertan ciertas esperanzas; conscientes de los distintos procesos que actualmente conmueven a países como Brasil, Argentina, Uruguay o Venezuela, vale la pena rescatar ciertas cuestiones, todas encubiertas por el predominio neoliberal, respecto a lo valioso de una recuperación en lo que participación estatal en áreas sociales se refiere.
Por mencionar algunos datos, que hablen de lo omitido por ciertos analistas absorbidos por el modelo, basta decir que en décadas como las del ´60 o ´70, las economías latinoamericanas –coordinadas mediante recetas estatistas- crecieron en un porcentaje cercano al 6%. Esto, merece decirse, sin contar la crisis del petróleo y la recesión que azotó a los países más industrializados durante aquellos años.
Ahora bien, ya en los neoconservadores ´80, políticas ortodoxas y desmantelamiento del Estado mediante, la tasa de crecimiento apenas si superó el 1 %. Dato que se transforma en negativo de tomarse en cuenta el índice de incremento poblacional. Cegados por la necesidad de ampliar los mercados y acrecentar las ganancias, el sector dominante se ocupó de defenestrar, por ejemplo, los buenos resultados mostrados por las empresas estatales en Europa o Estados Unidos.
Otro punto de crítica estuvo centrado en la porción dedicada, por las naciones subdesarrolladas, al gasto público. Allí, los neoliberales criticaron con dureza el tamaño obtenido por el Estado en años anteriores. Y esto pese a que, comparado con los países industrializados, la porción del PBI destinada para tal fin siempre ha sido menor en el tercer mundo. Sin ir más lejos, en la Argentina aún se recuerdan los recortes en la esfera de lo social iniciados por Menem, y continuados por Fernando De la Rúa en su lamentable intento por alcanzar el ineficaz “déficit cero”.
Para ser más claros, a finales de los ´80, el gasto público, lo aportado por el Estado en cuestiones básicas, fundamentales, como lo es la búsqueda de una mejora en la calidad de vida de los habitantes menos favorecidos, se distribuyó en porcentajes como 32,8 % del producto bruto en Argentina, 31,2 % en Brasil, o 36,4 % en Chile por citar algunos casos. Estos números, obviamente, fueron catalogados como “desmesurados” o “injustificados” por quienes comandan el orden mundial. Pero, lo absurdo de todo esto radica en que, en las naciones líderes del neoliberalismo, el gasto público alcanza un nivel del 50 % del PBI. Este dato, sin ir más lejos, apenas resulta mencionado por el Fondo Monetario Internacional.
Pero esto no es lo único omitido por los organismo de crédito y los países que absorben, casi en su totalidad, los beneficios de estas políticas. Como sucedió durante los ’90, años en los cuales la Argentina fue ponderada como la nación que mejor llevaba a cabo las recetas del libre cambio y la desregulación, ahora los ojos de los dominantes han colocado a Chile como el heredero de este liderazgo. Aunque, vale decirlo, evitan reconocer ciertas variables, todas ellas beneficios consolidados mediante posturas proteccionistas. Así, se elude hablar de los dividendos producidos por la industria del cobre, estatizada durante los gobiernos de Frei Montalva y Salvador Allende, y que aporta alrededor del 50 % de los ingresos en materia de exportaciones, o el control estatal, por parte de la dirigencia chilena, de la estratégica energía eléctrica. Estas variables resultan, sin reparos, dejadas de lado por los teóricos de Washington, dado que asumir estas realidades resultaría contradictorio con aquellos postulados que aconsejan privatizar toda propiedad pública en tanto su naturaleza “ineficiente” e “inflacionaria”.
Hoy la escena política sudamericana parece apostar a una serie de cambios con respecto a postulados que, durante años, sólo generaron pobreza, exclusión y desigualdad en aquellos países que, saqueados y controlados por las naciones más poderosas, no hicieron más que respetar las posturas de un modelo elevado, retóricamente, a la categoría de imprescindible. Las estatizaciones en países como Venezuela, Brasil o Argentina marcan un giro y una seguridad: es necesario recuperar el Estado de Bienestar. Llega la hora de adecuarse a la idiosincrasia, la historia, y las necesidades de cada nación en particular. Y forjar, con suma rigurosidad, un control respecto a los capitales foráneos; eliminar la dominación, el vasallaje, y reestablecer los principios de aquello conocido como soberanía.
El cambio está en marcha y nos toca, en tanto habitantes de países subdesarrollados, endeudados por la impericia local y, principalmente, por el accionar déspota de los estados más poderosos, ocupar un rol activo, protagónico, en esta posibilidad de crecimiento que amenaza progresar. También nos ocupa, en tanto ciudadanos, velar para que no vuelvan a imponernos preceptos que, ni siquiera los desarrollados, cumplen con absoluta exactitud.
Una vez más, y por voluntad de un destino modificable, abierto, todo vuelve a depender de nosotros...
El_Galo
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