Desde muy niño trabajé en la estación del ferrocarril. Si algo me ha fascinado durante toda mi vida es ver los rieles, esos fierros que no se sabe hasta dónde van a llegar.
El primer día, me pasaron un trapo mugriento y un escobillón, con el que me entretuve haciendo perder el equilibrio a los pasajeros que estaban en fila frente a las ventanillas. Me sentía obligado a molestar para estar a tono con el letrero de plata que mi padre me colgó al cuello a causa de mis primeras diabluras callejeras. Siempre me ha pesado toneladas esa sentencia que es una verdadera meta, y he necesitado esforzarme para cumplir lo que de mí se espera.
En mi estación mando yo, aunque a alguien no le guste. Llegué acá después de conocer todos los liceos desde dentro hasta que no quedó ninguno que me aguantara. Es que el letrero me inducía a ser valiente, y decirles unas cuantas verdades a los profesores. Especialmente a uno, que trató de hacerme creer que las líneas paralelas nunca se juntan. Con sangre me entró esa frase que no olvidaré, ni tampoco aceptaré. ¿Cómo puede una persona estar tan segura que las paralelas nunca se van a juntar ? No quise entenderlo. Más bien, estoy seguro que se juntan cuando nadie las ve.
Después de un tiempo, supuestamente dedicado a la limpieza de una estación que se negaba a perder la suciedad, fui progresando, y pasé a cargador de maletas. Así, adquirí un uniforme y un gorro rojo con visera. Desde entonces, recorro el andén una y otra vez, disfrutando el movimiento de las locomotoras. En algunos ratos me escapo a tomarme unos tragos, y me enfrasco tanto en el vino, que después no sólo los trenes se mueven, sino también todo el edificio de la estación. Y qué decir de los rieles. Se juntan. Y también se cruzan y se separan. Yo siempre supe que mi profesor de matemáticas estaba equivocado.
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