El teatro está repleto, según escuché decir recién. No todas las noches ocurre igual. Nerviosamente, nos disponemos a salir al escenario. Cada cabello debe estar en su lugar. El único que se permite estar despeinado es el director, y no desde el comienzo.
Me cambio la corbata por una elegante, reglamentaria en nuestra orquesta. Salir a escena me produce cierta inquietud. Siempre fue así, desde que me inicié como actor novato, hace ya algunos años.
Esa vez, logré que me llamaran para actuar en una obra de teatro, y llegué feliz de haber sido seleccionado, justo en el momento de salir a escena. No había estado siquiera en algún ensayo, ni tuve tiempo de leer el guión. Recuerdo que le pregunté a la directora :
- ¿ Con qué ropa tengo que salir ?
- Con esa misma que andas trayendo.
Me felicité de andar así, porque no estaba inapropiado.
- ¿ Y qué tengo que decir ? - insistí en aclararme la situación.
- Lo que te venga.
- ¿ Y cuál es mi forma de relación con los otros personajes ?
- Ahí va a ir saliendo.
Quedé desconcertado y no quería preguntar más para que no me sacaran de la obra. Pero, tuve que hacer una última consulta, vital para mí.
- ¿ Soy rico o soy pobre ?
La directora me miró desde su asiento , y no dijo nada. Decidí salir a las tablas como fuera, y si no me contrataban más, mala suerte.
Esta vez, la salida a escena es mucho más estructurada. Ahora, soy músico. Cada uno de nosotros está a cargo de un instrumento, conformando una totalidad como una vida. Yo toco los timbales. No deja de ser importante. Tengo que estar presente durante todo el concierto, que a veces dura hasta dos horas y media, sentado en una silla incómoda, sufriendo con el traje de etiqueta, y la corbata que me aprieta el cuello. Mi única participación será cerca del final. Dos simples golpes, nada más que eso. Pero, entro al escenario al comienzo, junto con todos. Realmente está repleta la sala. Se ve bellísima. Elegante, con sus cortinajes rojos, con personalidad. No siempre he tenido la suerte de tocar en una sala así.
En mis comienzos, una vez tuve que actuar en un teatro desastroso. Estaba lleno de cajas de embalaje, y cables por todos lados. La pared tenía grandes agujeros cuadrados, donde habían estado los parlantes. Hasta goteras habían. Tanto, que casi llovía igual adentro que afuera. En esos tiempos, yo andaba con casco. No por las goteras, sino por seguridad. Aunque me dificultaba escuchar lo que me decían, no me animaba a sacármelo. Podía ser peligroso. Hasta que vencí el miedo y me lo saqué sin que lo notaran. Fue providencial porque empezó a llegarme una música que me hacía bailar el alma. Casi arrastraba también al cuerpo.
Ya están afinando los instrumentos. A los timbales no tengo que hacerles nada, porque fueron revisados hace poco rato. Me limito a esperar, y eso es bastante aburrido. Cuando fui pianista, disfrutaba mucho más. Tuve que hacerme cargo de un enorme artefacto musical, adornado con una gran cola. Yo conversaba con el piano. Realmente, él me hablaba, aun cuando sus teclas no sonaran todo lo bien que lo habían hecho en su juventud. Cada uno de sus sonidos me entregaba una sensación de añoranza de alguna realidad feliz, olvidada. El piano era mi vida.
Colgaron de su cuello un pequeño letrero que decía “Malo”. Eso fue una injusticia porque mi piano no era malo. Talvez estaba un poco desafinado, pero lleno de buenos sentimientos.
Jamás pude llegar a ser un gran pianista. Al final, el piano sólo servía como mesa para aperitivos. Los pedales los usaban los niños para jugar al automóvil.
En cambio, el piano de esta noche suena impecable. Todos los demás músicos tocan, aunque sea a ratos. Se entretienen y se sienten realizados. Dan vuelta las páginas de la partitura, una tras otra. Mientras yo, aquí, soy el espectador con mejor ubicación. No me pierdo noche, y ni pago entrada. Los críticos también vienen siempre, y se sientan muy adelante. Supongo que tratan de descubrir a los mejores músicos. ¿ Qué podrán pensar de mí ? Cuando sea mi oportunidad pondré toda mi alma en cada uno de los dos toques de timbal.
Miro a la tercera violinista de más a la izquierda, de la fila de abajo. Siempre he estado enamorado de ella. Pero, ese sentimiento no es recíproco. Jamás he podido entender que el amor no sea correspondido. ¿ Acaso uno no ama lo suficiente ? ¿ O amo con casco ?
Es muy misterioso todo. Siempre lo fue. Como ese río que caminaba hacia arriba. Llevaba mucha agua y bien limpia. ¿ De dónde sacaba la fuerza ? Nunca lo supe, por más que me sentaba en su orilla a ver pasar los muebles flotando. Era un espectáculo tan bello como deprimente. No supe qué ocurría con esos muebles. ¿Acaso terminaron de servir ? ¿ Se reciclarían ? Una vez vi pasar un piano navegando con las patas hacia arriba. Entonces decidí que era el momento de deshacerme también yo de lo inservible. Boté al agua una bandeja y varias estructuras de madera que yo andaba trayendo. También aproveché de tirar el casco. Se fueron yendo con mis ilusiones.
Ya se acerca el final del concierto. Me siento de una manera muy particular, como queriendo decir al público “Fíjense en mí. que yo también estoy acá“.
Ese rostro iracundo del director agitando su batuta me recuerda al compositor. De ambos aprendí que cuando las cosas están maduras, la música surge sola. La armonía es la que hace su trabajo. Un compositor solamente arma pequeños trozos y busca lo que ahí quiere manifestarse.
¿ Por qué el director me mira tan feo ? ¿ Por qué todos los músicos se están poniendo tan nerviosos ? Si yo hubiera estado involucrado en esto, habría percibido el motivo, pero aquí botado, relegado a una participación tan pequeña, no me doy cuenta. Alguien se habrá equivocado. Los gestos desesperados del director me parecen eternos.
Ya no me mira. Se ha dado vuelta al público y le hace una venia, mientras la gente aplaude a rabiar.
¡ Mierda ! ¿ Cómo se pudo ir mi único instante ?
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