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El Eustaquio Ramírez




El Eustaquio Ramírez está enamorado de la mujer más fea del pueblo. Es un hecho. Le ha llevado flores, la invita a pasear, le escribe cartas. Todo. Obviamente le pasan cosas de enamorado. Se despierta a las cinco de la mañana pensando en ella, les ha contado a todos sus amigos, no imagina un futuro sin estar juntos, y cree ver su rostro en cada persona que cruza por el pueblo, y hasta en algunos animales de granja. (Ya dijimos que la mujer es fea.) Muy fea. Es tan fea, que desde que llegó ella al pueblo, la luz mala se quedó sin trabajo. Y puso un quiosco. Quiosco “La Luz Mala”. Obvio no va nadie ahí. Los pocos que fueron, del susto, se olvidaron de lo que iban a comprar. Calculá como anda el quiosco.
Sí, si. No nos vayamos por las ramas.
Es tan fea, que el trazado del ferrocarril se desvía antes de llegar a su casa. Dicen que los maquinistas sueñan, sinó. Imagináte lo fea que es.
Y el tipo, nada. Sigue enamorado como un chico. El problema es este. A ver si me entienden. El Eustaquio Ramírez “sabe” que Jacinta Miranda es muy fea. Todos saben. No sé si me explico. Una de las cosas que más se comenta en el pueblo, es lo fea que es ella. Y eso que hace rato vive ahí. Pero no hay manera de acostumbrarse a lo fea que es. Salvo que uno viviera con un gorila que se le cayó todo el pelo y de los nervios le salieron ronchas en las partes que no le dio sarpullido ¿Me seguís?

Si, si, voy redondeando. El tema es que el Eustaquio Ramírez “se dá cuenta” de lo fea que es ella, y no entiende el porqué de ese amor apasionado y profundo. Porque ni siquiera es simpática ella, es mas bien hosca. Ni saluda.
Entonces el Eustaquio Ramírez va al bar del pueblo para hablar con sus amigos. Están todos ahí. Obvio comentando lo fea que es Jacinta y “que bicho le habrá picáu al Eustaquio”. Cuando él entra al bar, ni siquiera cambian de tema. Para qué.
“Me quiero casar con Jacinta” dice el paisano.
Hace treinta y cinco años que Don Cosme tiene el bar ahí, y nunca ha visto santiguarse a tanta gente junta. Después se hace un silencio más grande que la aguada esa que se forma en lo de Riera cuando llueve. Respetemos ese silencio un segundo.







-Usté dice… ¿Casarse? ¿Cómo en la Iglesia? –pregunta el menor de los Valdivia. (Los otros dos todavía están hablando de lo fea que es Jacinta.)
El Eustaquio Ramírez ni siquiera contesta. Para qué. Si lo que él viene a hablar es otra cosa. El ya sabe que si no se casa en una semana, se vuelve loco. Mirá el amor que tendrá. Lo que él quiere saber es “porqué”. Y viene a que alguien le explique por favor, que le ve a esa mujer.
Esta vez es más del tamaño de Salina Quintana el silencio producido. Ya respetamos el otro, no vamos a aflojar en este, que es más grande.


Cuando el bar ya parece un museo de cera, se escucha la voz de Carlitos. Carlitos es casi el opa del pueblo. Pero le falta. Imaginateló. Así y todo, es el único que se da cuenta del problema.
-Gualicho… –dice en un susurro.
Silencio pequeño ahora.
-Gualicho… repiten todos, como en una plegaria.
Ya está. Listo. La cosa está clara ahora. ¿No? La mujer ha realizado algún tipo de conjuro, o maleficio, o tratos con el Oscuro, vaya a saber. ¡Ojo! El Eustaquio no es feo tipo… ¿eh? De otra forma no se explicaba.




El tobiano hace un último trotecito hasta el alambre que rodea el rancho de Doña Ángela. El Eustaquio Ramírez se apea sin apuro. Total ya pasó a dejarle a Jacinta las flores que juntó esta mañana ni bien se despertó.
El rancho de Doña Ángela, la curandera, es igual a todos los otros ranchos de la zona. Por afuera.
Por dentro es otro cantar. El Eustaquio no ha visto jamás tal cantidad de cosas raras. Todas juntas. Frascos con alas de murciélagos, estatuas de santos, velas de colores, de todo.
Doña Ángela vive medio lejos del pueblo, asi que no sabe nada del amor de Eustaquio por la Jacinta. Sí ha escuchado acerca de Jacinta, su fealdad excede los límites de cualquier poblado. Acuerdensé que es muy fea. Asi que cuando escucha de voz del Eustaquio Ramirez “estoy enamorado de Jacinta Miranda” la vieja queda petrificada. Como será la impresión que causan las palabras del paisano, que una lechuza embalsamada, da vuelta la cabeza. Hasta el Cristo de yeso que está colgado de la pared se tapa los ojos.
-¿Jacinta Miranda…? Gualicho. –Pregunta y contesta doña Ángela.
-Eso mentan –contesta El Eustaquio mientras observa un San Jorge de plástico que descansa sobre la mesa.
-Primero tengo que saber que te ha hecho, para saber que te hago. –dice la curandera. Sentáte ahí.
El Eustaquio obedece sumiso. Sólo espera que el interrogatorio sea breve. Ya la está extrañando a la Jacinta y se quiere volver al pueblo.
-Decíme una cosa –pregunta la hechicera- ¿No la viste cerca del cementerio, por casualidad?
El Eustaquio asiente con la cabeza.
-¡Ahí ‘tá! –grita la vieja- seguro que la viste que andaba juntando cosas entre los nichos y te dio algo.
-No –comenta con desgano el paisano. Me llamó la atención que estaba poniendo unas flores donde lo enterraron al peón ese que se ahogó hace dos años. ¿Se acuerda? La última crecida grande.
-Si –dice la curandera. ¿Y ella de dónde lo conocía? Si nadie sabía de donde había venido.
-No lo conocía –contesta el Eustaquio, mirando al suelo.
-Ahá… y decíme una cosa ché –continúa la mujer. Por casualidad ¿No se te habrá metido en el rancho alguna vez y vos no estabas?
-El Eustaquio asiente con la cabeza.
-¡Ahí ‘tá! ¡Es eso! Insiste la vieja. De alguna forma se las arregló esa ladina para sacarte alguna prenda tuya ó un mechón de pelo. ¿Cierto?
-No –comenta Eustaquio, y explica. Fue la vez que estuve una semana internado en la clínica de Las Higueras, por lo del caballo. Le dio de comer a los animales todos los días, limpió, engrasó la roldana del aljibe, y me arregló alguna ropa. Y diciendo esto, el paisano se acaricia un remendón que acusa su chaleco. –Cuando volví ya no estaba.
-Entonces –continúa la hechicera- ¡Ya está! Ya me imagino… ¿Te habrá dado un mate alguna vez, o algo de tomar? Seguro que te dio algo.
-El Eustaquio vuelve a asentir.
-Ahá –dice la vieja- No se habló más. Es eso.
-La vuelta que se estropeó la cosecha y perdí todo lo que había sembrado –continúa el Eustaquio- se llegó a la tardecita hasta el rancho, me estuvo cebando unos mates sin decirme nada y antes de irse me agarró la mano un rato largo y me miró. Y ahí me di cuenta que podía volver a sembrar otra vez.
Doña Ángela se lo queda mirando al Eustaquio durante el tiempo que tarda en consumirse una vela mediana. O mas. Finalmente dice:
-Escucháme una cosa criatura… todavía no veo muy claro el gualicho que hay acá. Pero vos estás enamorado de la Jacinta Miranda. Entonces hay gualicho. ¿Cierto?
-Si usté lo dice… complace el Eustaquio.
-Vamos a hacer una cosa. –Resuelve la curandera.- Agarrá ese frasco que está ahí y sacá tres ojos de vizcacha. Se los dás de comer a la primera vaca que veas cuando volvés a tu casa y esperás que la vaca cague. Con esa bosta hacés tres muñequitos y los metés debajo de tu cama. Andá metiendo todo en esta bolsa de arpillera que te doy.
-No sé hacer muñequitos –contesta bajito el paisano.
-Vos no te hagás problema que no son pa’ vender –sigue la vieja- Tomá esta vela negra y ponéla adentro de la bolsa también. La vas a prender adentro de tu rancho y rezás trece veces el Avemaría de atrás pa’delante ¿me oís? Por ningún motivo dejás que la vela esa toque otra cosa. ¿Entendés?
-Que pasa si toca –pregunta el hombre.
-Se te puede quemar el rancho, tonto –se impacienta Doña Ángela. Andáte yendo y con eso tiene que ser suficiente hasta que sepamos más.
-¿Le debo algo? –pregunta el paisano, mientras se pone de pié.
-Dame cincuenta pesos. La bolsa no te la cobro. Ah y lleváte esos dos sapos que están ahí también.
-¿Qué hago con los sapos? –pregunta Eustaquio.
-Nada. Sacálos, que no me gusta que anden por adentro.



Eustaquio Ramírez camina con la bolsa hasta su caballo, seguido por la mirada extrañada de la vieja y el ladrido de los perros. Justo antes de volver a montar, observa una verbena hermosa que no había visto antes. Deja la bolsa en el suelo y con cuidado corta la flor y la acomoda con ternura entre su ropa. Lindo regalo para dárselo a la mujer que más ama en el mundo, cuando le pregunte lo que ya no puede esperar. El hombre espolea el tobiano y empieza un trotecito lento hacia el mediodía.
Atrás quedó la mañana, el rancho de Doña Ángela, los perros, y una bolsa de arpillera.

Texto agregado el 10-03-2005, y leído por 709 visitantes. (0 votos)


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