“Cuando tú me mandas que cante, mi corazón parece que va a romperse de orgullo. Te miro y me echo a llorar.Todo lo duro y agrio de mi vida se me derrite en no sé qué dulce melodía, y mi adoración tiende sus alas, alegre como un pájaro que va pasando la mar.” (Rabindranath Tagore)
Abuelo, cuéntame un cuento. Hace tiempo no escucho tu voz y hoy , al escuchar el canto del ruiseñor, me acordé de aquel día en el campo, a la sombra del Yagrumo. Estabas sentado en tu poltrona mientras yo me divertía persiguiendo a las gallinas. Entonces me llamaste: ¡Ven Alanah, tengo un cuento para ti! Corrí y me senté en tu regazo; vi cómo tus manos arrugadas extraían del bolsillo un papel doblado. Habías dibujado un ruiseñor. No había dudas de que era para mí. Me llamabas ruiseñor, ¿recuerdas? Cuando yo le cantaba a mis muñecas, tú sonreías y me decías que todas las niñas del mundo, menos yo, le hablaban a sus muñecas.
Pero ese canto no era para ellas, era un desafío a la soledad; a mi crecer sin atenciones. Era la más pequeña de cinco hermanos, mucho mayores que yo; mis padres estaban viejos y cansados; la crianza de los primeros les aniquilaron las fuerzas; por eso no me veían, y mucho menos me escuchaban.
Aquel canto me valió el apodo de ruiseñor. Sólo tú me llamabas así. Tú sí me escuchabas. En tu rostro se notaba la alegría de tenerme; no parecías tan viejo y triste como mis padres, pero eras raro como yo, decías que escribías cuentos sin palabras, y me los mostrabas; eran solo dibujos. Y mirando el papel como a un libro de cuentos, me contabas historias de las imágenes que habías trazado y que no eran más que tu entorno; aprendí así que un cuento era un dibujo y eso me costó un regaño en la escuela. Sé que lo recuerdas igual que yo pues ese día llegué llorando donde ti y tú me consolaste; me dijiste que esa maestra no sabía de cuentos. Entonces nos reímos de la pobre.
Cuéntame un cuento abuelo. De esos que solías dibujar con tu lápiz a fuerza de ver día a día tantas madrugadas; de saber quedarte en las margaritas, en las amapolas y en las rosas silvestres; de ver florecer los cafetos y detenerte a escuchar cuando crecía el río; de ver caminar las reses, los caballos y al campesino que como tú, araba la tierra para dar de comer a la prole; de consolar el llanto de las madres cuando enfermaba un hijo. Cuéntame uno de aquellos misteriosos que te enseñaron tus padres. Todos tus sentidos captaban y los llevabas tan fiel al lápiz. Cuéntame un cuento abuelo.
Quiero escuchar tu voz y para ello debo desdoblar todos los dibujos que me regalaste; tus cuentos sin palabras. ¿Recuerdas cuando le llevé a mi maestra el cuento del ruiseñor? Eso no es un cuento, Alanah, ¿cuándo lo vas a aprender? ¿No sabes que tu abuelo creció en el campo, cuando aún no había escuelas; él no aprendió a leer, mucho menos a escribir, ¿cómo puede saber lo que es un cuento?
Ese día no lloré porque recordé tus palabras: “Esa maestra no sabe de cuentos” y al llegar a casa, medio burlándome de ella, te conté; pero esa vez el que lloró fuiste tú . Intentaste disimularlo diciéndome que te había caído una paja en el ojo y no dije nada; busqué uno de mis libros y te dije: Mira abuelo, ¿ves todas estas palabras y dibujos que hay aquí? Esa maestra se cree que esto es un cuento. ¡Qué poco sabe!, ¿verdad, abuelito? Te quedaste mirando con nostalgia el libro, y cerrándolo, me dijiste: Ven , Ruiseñor, te voy a contar un cuento.
©Vilma Reyes,2005 |