La noche estaba callada, la botella vacía. Solo quedaba el vaho que aún se dejaba oler en la habitación. El televisor apagado, el insomnio y el silencio que acompañaba la leve oscuridad. La sensación persistía.
Aún tenía suficiente dinero para hacer lo que siempre hacía en esos casos. Sacaba los billetes y con cierto placer los contaba y sentía la ventaja de poseerlos.
A pesar de que el sistema usado para combatir sus noches de soledad e insomnio no poseían el atractivo de un principio, lejano origen, de nuevo accedió, creyendo explorar más a fondo y queriendo encontrar algo nuevo.
Agarro su dinero y se fue.
Llegó y queriendo que todo fuera diferente lo único que encontró alrededor fueron ciertas recurrencias. Habló de lo mismo, bebió lo acostumbrado, fumo lo de siempre, cancelo la cuenta de repetidos personajes. Carcajeo.
Unas horas después eligió una de las tantas chicas que exhibían. Prefirió la que parecía de más edad. Él quería alguien diferente.
En la habitación procedió como otrora, le entregó los billetes y ella comenzó a desvestirse, pero él, de pronto y sorpresivamente la detuvo sosteniéndole las manos. La invitó a hablar. Ella estaba más sorprendida que asustada, él igual.
La invitó a que le dijera cosas agradables, quizá bellas, que lo acariciara y lo mirara a los ojos, que se sonrieran y disfrutaran del silencio. Él le pedía que lo amara. Ella le devolvió el dinero y semidesnuda, callada y vacilante tan solo lo miró. Ambos permanecieron en ese estado por unos eternos minutos. Ella tan solo lo recogió en sus brazos, mientras sentía su respiración acelerada y la fuerza del abrazo que fue cediendo para transformarse en un sueño profundo. El cansancio era fácil de ver.
Ese día en aquel prostíbulo, sucedió algo diferente. Ambos se durmieron, abrazados, como si tuvieran años sin hacerlo.
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