En mi país, a la guerra íbamos todos. Batallones de hombres de todas las edades, mujeres kamikazes con sus bebés en brazos, escuelas enteras de primaria en columnas de a dos, comandos de jóvenes camaradas, héroes de antiguas disputas que lucían orgullosos sus condecoraciones e incluso heridos en combates precedentes...
El campo de batalla era el mismo desde hacía mucho tiempo. Ni los más viejos del lugar recordaban enfrentamientos en otro terreno. Porque realmente no había un lugar mejor para la guerra que el Valle de los Lances.
Nuestras tropas avanzaban con paso firme, en silencio, concentrados. 1, 2, 3... 1, 2, 3... Un pequeño con cara de no entender nada preguntaba a su madre. Pero no había tiempo para explicaciones. Los estandartes, que lucían las tres palabras prohibidas en tiempo de paz, se peleaban contra el viento.
Estábamos cerca. Pasamos el Estrecho de las Muecas con el ceño fruncido, como mandaba la tradición y coronamos el Cerro de las Manos Escondidas. A nuestros pies se abría la vastísima extensión del Valle de los Lances.
Vimos por primera vez al enemigo tomando posiciones. Al frente, su Señor de la Guerra daba instrucciones a las tropas. Fue entonces cuando nuestro Capitán General ordenó que nos distribuyéramos. Cada uno debía tomar como referencia a su espejo en las líneas enemigas. Ellos parecían hacer exactamente lo mismo.
Después de unos minutos de cierta confusión se hizo el silencio. Una pareja de emisarios se aproximó lentamente. Dos de los nuestros les salieron al paso. Intercambiaron unas palabras y gritaron... ¡A la guerra!
Y todos respondimos: ¡a la guerra! La moral estaba alta. Avanzamos con nuestras armas a la espalda. Sin prisa, pero sin pausa. A pesar de la muchedumbre no se oían voces. Sólo el estruendo de las botas contra el suelo marcaba el compás de la inminente batalla.
Con las líneas enemigas a medio centenar de metros la adrenalina casi se podía palpar. Cuarenta, treinta. Me concentré en el rival que tenía justo delante, a no más de veinte pasos, diecinueve, dieciocho... Imposible. Mi contrincante era Griel, un guerrero que había participado en más de cien contiendas sin conocer la derrota. Griel, a quien todos llamaban El Invencible. Griel, hijo de Irebesa y Zhagro, mi propio hermano.
Diez, nueve, ocho pasos... Nos detuvimos todos a la vez, separados apenas por un metro. Mi corazón palpitaba a gran velocidad. Griel analizaba minuciosamente mis ojos, esperando encontrar mis intenciones. Yo cerré con fuerza mi puño. Pero fue él quien rompió el silencio pronunciando las tres palabras prohibidas: piedra, papel o tijeras, 1, 2, 3...
Él piedra, yo tijeras. Gana Griel. Él tijeras, yo piedra. Gano yo. Papel, piedra. Tijeras, tijeras... Las hostilidades duraron toda la mañana y terminaron como siempre acaban las guerras en mi país: cuando los dos oponentes tienden la mano abierta a su rival. Él papel, yo papel. Nos atrapamos las manos y regresamos contentos a casa.
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