La primera vez que Fernanda vio a Pereyra, había sido cuatro meses atrás, cuando visitó la ciudad de La Plata para comenzar sus estudios universitarios, aunque supo que ése era su nombre, algún tiempo después, cuando escuchó que lo llamaba de esa forma, uno de los trabajadores de la estación, de las oficinas ubicadas sobre el andén cuatro, poco antes de llegar a una puerta lateral, conocida como “puerta secreta”. Incluso, ella recuerda que se tapó la boca y rió cuando escuchó el nombre, porque le pareció ridículo.
Allí Pereyra, un enorme perro de color negro y patas tostadas y un compañero de ruta, una cruza de ovejero alemán, retozaban viendo pasar a la gente y haciendo pasar un mal rato a los otros perros, que se aventuraban a pisar la estación, territorio que él había tomado para sí mismo y al que defendía de todo intruso.
Así, desde ese día, cada vez que iba a estudiar, mientras se dirigía a la “puerta secreta”, veía si Pereyra y su compañero estaban allí cuidando su territorio.
Siempre le llamó la atención cómo los dos grandes perros tenían, a menudo, la mirada fija en la prolongación de las vías que se dirigen hacia Río Santiago, que no son de uso habitual, sino que, esporádicamente, utiliza algún tren de cargas.
Nunca le vio un sentido a aquella fijación, hasta que un día escuchó en los pasillos de la Universidad una historia, por cierto, fascinante, pero parecía más salida de una leyenda popular que de la realidad.
Cuentan que, hacía muchos años, un Intendente que quería se reelecto en el cargo, había hecho una cruenta matanza de perros, para ganar el favor de la gente, masacrando a cuanto perro vagabundo encontró por las calles de la ciudad. Sólo, algunos de ellos, los más inteligentes, corrieron a refugiarse en lo que luego sería el Bosque Platense, hasta donde fueron perseguidos por las cuadrillas de la muerte. Sin embargo, cuando cayó la noche, una densa neblina cubrió el Bosque y los perros no pudieron ser encontrados. De la cuadrilla nunca más se supo nada, aunque algunos de sus cuerpos, fueron encontrados mutilados en la mañana, en las adyacencias del Zoológico. Dicen los ancianos y los vagabundos, que sus espíritus aún vagan por allí, cobrando venganza sobre todo aquél que se adentre en su territorio.
Por eso es que, cuando la noche se hace profunda, los ángeles caídos, se adueñan del Bosque, atacando a cuanto animal o persona transite por el lugar. Según esta misma leyenda, el Bosque, por la noche, sólo puede ser visitado en auto y tomando precauciones, incluso algunos animales del Zoológico habían sido asaltados y devorados por estos perros de la noche.
Una tarde en que paseaba con unas amigas por el Bosque, en las adyacencias del Zoológico, contemplaron a un animal parecido a una rata, pero de mayor tamaño, de color blanco y negro, muerto y parcialmente devorado.
Ese día pensó que la leyenda tendría algo de verdad y su natural curiosidad la llevó a investigar, casi en ese momento, como un relámpago, le surgió en su mente aquella imagen de Pereyra, mirando permanentemente hacia las vías que, en parte de su recorrido, atraviesan el Bosque y, por alguna razón, relacionó aquella mirada obsesiva de Pereyra con la leyenda del Bosque. No pudo averiguar demasiado, sólo que Leguizamón, el empleado de las oficinas de la estación, le contó que, hace un tiempo, no se acordaba cuánto, la jauría del Bosque había hecho una incursión en el Zoológico, atacando a muchos animales, incluso a un par de transeúntes, que se habían aventurado a pasear por la noche. Recuerda Leguizamón que los paseantes le contaron que era una noche de luna llena, en que el Bosque teñido de malva, estaba lleno de nieblas emergentes y, de la nada, la jauría salió y embistió contra la pareja que, a duras penas, pudo introducirse en el auto. Cuando esa noche se transformó en madrugada, Leguizamón recuerda haber visto, por primera vez, a Pereyra, quien algo maltrecho, surgió de las vías que van a Río Santiago. Él curó sus heridas y lo adoptó, viviendo, desde entonces, en la estación.
Esto no era mucho, pero nadie más quería hablar sobre el tema, como si hablar de los perros del Bosque pudiera derivar en que aquella maldición de la oscuridad de la noche, y volverse en contra de quien la contara.
Fernanda estuvo tentada, más de una vez, en ir al Bosque por las noches, pero ninguna de sus amigas se atrevió a acompañarla y sentía miedo de ir sola.
Finalmente, olvidó el tema, aunque cada vez que llegaba a la estación y veía a Pereyra aquella leyenda surgía en su cabeza, su corazón latía rápidamente, como si aquel misterio oculto y terrorífico estuviera afianzado en lo profundo de su ser.
Algunos meses más tarde, ya de regreso en la Universidad, Fernanda conocería a Exequiel, un compañero de curso y ambos comenzarían a salir. Si bien compartían todo y se llevaban muy bien, Exequiel nunca quiso saber nada de complacer a su novia en ir una noche al Bosque. Esto enfurecía a Fernanda, pero no había forma de que Exequiel accediera a su pedido, parecía como si el joven también estuviera aterrorizado, de tan solo pensar en encontrarse con la terrible jauría. Ella no entendía el motivo de esa negativa cerrada, pero ante la furia de su novio, ella decidió no insistir más, pero la curiosidad persistía, casi como un puñal que se clavaba en su pecho, como una daga, cada vez que pensaba en ella. En cierta forma, ella no entendía lo que le sucedía, tampoco qué era lo que esperaba ver si iba al Bosque, pero era como una tentación inexplicable la llevaba a querer ese encuentro.
Cuando finalmente parecía que nunca podría cumplir aquel recóndito anhelo, la tentación apareció en el aire. Bernardo, conocido por todos como “Cacho”, era una especie de “chico bien”, que solía presumir de su dinero, su auto y, en reiteradas ocasiones, Fernanda lo escuchó decir cómo corría picadas por las noches, por la Avenida Iraola y, a veces, por la Avenida 52, con su auto, en compañía de otros amigos, desafiando a la Policía y a la prohibición que existe en tal sentido.
Si bien Fernanda no era fea, Cacho era uno de los personajes más populares de la Universidad, siempre estaba rodeado de bellas chicas y, aunque quería mucho a su novio Exequiel, no podía negar que miraba a Cacho, cuando se le cruzaba, ya que, era muy bien parecido. Más de una vez, estuvo tentado de hablarle, pero nunca se animó a hacerlo.
Una tarde, entre dos cursos, Fernanda tomó valor y se acercó a Cacho. Con sorpresa vio que, el muchacho, no sólo le habló, sino que, además, la invitó a tomar un café. Ella, que estaba sorprendida y complacida al mismo tiempo, aceptó gustosa. Estuvieron charlando casi por tres horas, Fernanda se dio cuenta que Cacho no era sólo un niño rico, sino que, además, también tenía sentimientos y vivencias, que ansiaba compartirlas con alguien, parecía como que había visto en ella la persona con la cual no debía presumir, con la que podía bajarse del altar, en donde todos lo tenían ubicado.
Se podría decir que, entre ambos, había nacido algo, pero ninguno de los dos tenía en claro qué era, si amistad, una simple atracción o, tal vez, amor. Lo cierto es que la relación con Exequiel, su novio, se había enfriado, al punto que, cada vez, quería estar menos con él; ya no iba a su casa y, cuando lo veía en los cursos, simplemente, trataba de alejarse.
Si bien él percibió esto, su timidez o su temor a perder a quien era su gran amor, hizo que aceptara esta situación y comenzara a aislarse, ante la frialdad de su novia. Él estaba convencido que era por el tema del Bosque pero, en su íntima convicción, no quiso insistirle, sabía que nunca, jamás, lo pisaría de noche. Tal vez, hubiera sido más sensato explicarle a Fernanda, cuando una terrible noche de invierno, en que él de trece años y su hermanita Flavia de once, por hacer una travesura y desafiar a sus padres, se escaparon al Bosque de noche y la jauría los atacó a él y a su hermana Flavia, Exequiel pudo sobrevivir, pero nunca más se supo nada de la niña. Desgraciadamente, nunca había habido un buen diálogo entre ellos, sin dudas, el único grave problema de su noviazgo.
Una noche hermosa de primavera, Fernanda y Cacho estaban, en la llamada “Avenida del Amor”, la Avenida Centenario, a la altura del Zoológico donde, por primera vez, se miraron fijo, dejaron de hablar y se besaron. Fernanda, en ese momento, se dio cuenta que estaba profundamente atraída por Cacho y él de ella. Se besaron largo rato y luego comenzaron los preparativos preliminares del sexo, ella ardía y deseaba que Cacho la hiciera suya.
Se amaron intensamente, para Fernanda, que era su primera experiencia, fue dolorosa y placentera a la vez. Él ya tenía bastante experiencia, pero nunca había sentido, con otra mujer, lo que vivió con la inexperta Fernanda, él se dio cuenta que, aunque no era novato en el sexo, lo era en el amor y, sin dudas, estaba enamorado de ella.
.No se dieron cuenta que había caído la noche y cuando terminaron de hacer el amor, el Bosque estaba oscuro y silencioso, cubierto por una tenue neblina. Ambos se quedaron quietos, abrazados, mirando la oscuridad y la paz que los rodeaba. Los distrajeron unos gritos que sintieron en la letanía. Se dieron vuelta para mirar, pero nada vieron, ya que, la neblina, ahora más densa, dificultaba la visión; no obstante, pudieron ver un auto que estaba unos metros delante de ellos, sobre la Avenida 120. Luego de un momento y, no viendo nada alrededor, la curiosidad fue más fuerte que ellos, así que Cacho encendió el motor y se acercaron al auto, que permanecía en silencio, estacionado a un costado de las vías muertas, esperando saber si sus ocupantes habían visto o escuchado algo. Miraron por la ventanilla, pero no vieron nada, porque el auto tenía los vidrios polarizados, así que resultaba imposible ver el interior. Cacho le hizo señas a Fernanda de que no se mueva y él se bajó del auto, lo rodeó por delante y, luego, cuando llegó, al otro lado, se quedó estupefacto, lívido, sin habla. Fernanda que lo percibió, actuó irreflexivamente bajó del auto y fue junto a Cacho. Lo que vio la llenó de horror, un horror indescriptible, profundo y terrible, como nunca antes había experimentado en su vida. La pareja dentro del auto estaba destrozada; la jauría se había ensañado con ella, aunque no había rastros de que devoraran nada, sólo habían matado a ambos jóvenes, consiguiendo entrar al auto, rompiendo el vidrio del acompañante.
Ni Cacho ni Fernanda, vieron nada, pero una sensación extraña los invadió, como si los ojos furtivos de los perros del Bosque los estuvieran mirando, aunque no los veían, era como si estuvieran allí. Rápidamente y, sin decirse nada, subieron al auto.
Sin saber de dónde, ni cómo, los perros del Bosque estaban allí, parecían miles, enormes y feroces, rodearon el auto que no quería arrancar. De golpe, el encendido respondió y el auto salió como disparado pero, en la desesperación y, tal vez, por la densa neblina, Cacho no se dio cuenta que estaba yendo en una dirección en que la Avenida está cerrada; cuando llegó a la Avenida 52, el auto se estrelló contra las boyas de contención y quedó inservible. Los perros no venían muy atrás, los jóvenes sabían que no podían quedarse en el auto y salieron, comenzaron a correr, cruzaron la Avenida 52, sorprendentemente desierta y fueron hacia el norte, aunque no los veían, sabían que los perros venían tras de ellos, nada había por delante, sólo oscuridad. Cacho y Fernanda estaban abrazados, temblando, sin saber qué hacer. En eso, delante de ellos, una sombra los atemorizó, pero Fernanda la conoció enseguida, era Pereyra, el gran perro negro de la estación, que comenzó a correr delante de ellos. Fernanda interpretó que el perro los invitaba a seguirlos y sin saber por qué, lo hicieron. Cruzaron una pequeña elevación y estaban sobre las vías que conducen a Río Santiago; Pereyra, aún delante de ellos, los invitaba a seguirlo, los perros del Bosque estaban cada vez más cerca, pero se quedaron en la entrada de las vías, sin cruzar, aunque sus ladridos y gruñidos aún rompían el tenso silencio del Bosque. Sorprendentemente, la neblina se disipó y pudieron ver con claridad el camino.
Caminaron, por no saben cuánto tiempo sobre las vías, hasta que llegaron a la estación de La Plata. Leguizamón ya estaba en la oficina, era la madrugada y, como aquella vez lo hiciera con su perro, atendió a los jóvenes, quienes le contaron su pesadilla.
Nunca más, Cacho y Fernanda, que se casaron siete meses después de la terrible pesadilla, volvieron al Bosque Platense de noche, donde según cuentan, aquellas en que la luna llena lo tiñe de malva, los perros están allí para invocar y cumplir su hechizo maldito.-
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