Dos filas infinitas de personas están arrodilladas.
Balancean sus cuerpos a intervalos dictados por el dolor.
Cada una de las figuras, cada uno de los escenarios que habitan, son distintos, pero el contorno de madera antigua que los enmarca es el mismo en todos.
Entre medio de la inconcebible muchedumbre, Sergio todavía sufre los efectos del rito final de purificación.
Ya hace más de un minuto que desapareció la daga consagrada que cercenó su mano pecadora. El sexto puñal del ciclo se esfumó apenas su filo prodigioso traspasó el último jirón de piel.
Desde el muñón nacen espasmos eléctricos que se esparcen por venas y músculos.
No hay sangre manchando el piso. La herida fue cauterizada con un fulgor en el mismo momento en el que se abría.
Por segunda vez en la noche, Sergio toma valor y se anima a mirar a la multitud que lo rodea.
A la derecha, el hombre más cercano le muestra su única mano.
No hay marcas en ella. No hay cifras, ni signos.
Ahora mira a la izquierda. La mujer que encabeza la hilera repite la acción de mostrarle su extremidad sana.
Al principio, Sergio cree que la luz de la vela está dibujando caprichosos relieves ante sus ojos, pero luego descubre que no hay baile de sombras. Ese trazo en la piel de ella es la marca maligna.
Gira rápida la mirada, de nuevo hacia su diestra, y el hombre lo mira con el rostro demudado por el terror de comprender.
La marca está también en él. Siempre lo estuvo.
La mano condenada es aquella que empuñó la última esperanza de todos.
La multitud en pleno quiere gritar, pero ese y todos los sonidos del mundo, mueren decadentes en el estruendo que hacen al romperse los dos espejos enfrentados.
(El cristal quiere volver a ser arena. La arena quiere retornar al Desierto. El Desierto sabe que, tarde o temprano, va a tener que cumplir el designio de incorporarse en su inmensidad y reflejar la total perdición del Hombre)
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